por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, martes 20 de diciembre de 2011
Una de las gracias de escribir en este diario
es que aún gozo de cierta comprensión,
por no decir impunidad, en mi reticencia
a aceptar las nuevas reglas ortográficas
de la Real Academia Española de la Lengua (RAE).
Pero sé que esto no puede durar para siempre.
Aunque nadie me ha obligado
todavía a quitarles los tildes
a mis "sólo", mis "éstos" y mis "aquél",
esos pequeños signos que algún día aprendí
y que ahora unos señorones cenicientos
quieren borrarme por decreto,
estoy seguro de que pronto
me pasarán la aplanadora,
porque en realidad estamos cercados
y veo que en todas partes hay gente
que cree en la RAE más que en la madre
que le enseñó a mover la lengua
desde los primeros balbuceos.
Si fuéramos pájaros,
jamás les preguntaríamos a los ornitólogos
si están bien nuestros trinos o gorjeos,
pero como nacimos en Chile,
país de campusanitos,
les hacemos más caso a los diccionarios
que a nuestra propia memoria de las palabras.
Recuerdo la felicidad
con que un pejegallo televisivo
repetía "poto, poto, poto"
el día en que la RAE
había incluido el vocablo
en su diccionario;
el tipo celebraba, pues,
que una de sus palabras,
aprendida en la teta materna
junto a "chomba", "guata" o "chicha",
hubiera sido legalizada
con un salvoconducto regio.
Es decir, consideraba
que hasta antes de eso
había lunares indeseables
en su propio lenguaje,
espinillas clandestinas,
proscritas por una ley superior.
Del mismo modo, actualmente
hay hordas de madres que dicen
"mi bebé", con los labios hinchados
por el bótox más venenoso que existe,
que es el orgullo siútico,
como si hubieran dado
un salto evolutivo al resistirse
al impulso familiar de decir
cariñosamente lo que
todas nuestras madres dijeron:
"mi guagua".
Una de las pocas cosas
que nadie nos puede quitar,
como no sea por la violencia
(mediante lobotomía, por ejemplo),
es nuestro lenguaje,
pero la inseguridad lingüística
es una mina de oro para los censores,
para las autoridades de cartón
que de cuando en cuando
salen a cantar su letanía acerca
de "lo mal que hablamos los chilenos".
El otro día Camilo Marks,
crítico literario,
postuló la siguiente perla:
"El castellano que se habla en Chile
debe ser el peor del orbe".
Así, a la larga, de tanto machacón,
mucha gente llega a creerse
efectivamente discapacitada
en términos lingüísticos
y los hablantes
pasan a ser pecadores
ante los obispos del idioma;
se establece así una relación de poder,
un contrato tácito y esclavizante,
según el cual sólo algunos detentan
una supuesta norma
entregada por quién sabe qué dios
en el Sinaí de las palabras.
El "bien decir", si existe tal categoría,
no está regido por una norma,
porque es imposible:
la lengua es un animal vivo
y lo que hoy se considera un vicio
mañana será el combustible de su movimiento.
El brillo que cada quien le saca
a la maquinita de la lengua materna
es otra cosa: es estilo, es gracia, es talento.
Pero ahí están los curitas de mi pueblo,
los papisos del orden colonial hispánico,
sargentos que usan el castellano
como un escudo de rayos inmovilizantes:
los que predican cómo y cuándo y por qué
debo o no debo usar ciertas palabras,
ciertos tejidos gramaticales,
ciertas figuras retóricas,
ciertas singularidades fonéticas,
etcétera, aunque ellos mismos
no sepan de dónde crestas
vendrían los espectrales monosílabos
con que responderían
ante el misterio del lenguaje.
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