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El investigador de la perplejidad


por Matías Rivas
Diario La Tercera, viernes 7 de enero de 2011

Que nadie venga a eludir la figura literaria de Leonardo Sanhueza.  Los que no han leído su traducción de Catulo, titulada Leseras, ni sus libros de poemas ni sus crónicas, prólogos, ensayos y reseñas, es hora que se pongan al día. No se pierdan a quien es, sin duda, una de las personalidades más talentosas y auténticas que ha producido este país en el ámbito intelectual en mucho tiempo.

Conocí a Sanhueza hace diez años, cuando gozaba de la merecida y precoz fama de ser uno de los más pulcros editores de la plaza. Este prestigio se cimentaba en su publicación Kavafis íntegro,  la magnífica versión de Miguel Castillo Didier de la obra del poeta griego.  Sanhueza también había editado un conjunto de entrevistas de Jorge Teillier, que dieron bastante que hablar.  Era curioso: delgado como varilla, astuto y sonriente, conversador ágil, no había tema que tomara en serio y desconociera.  Además, lucía su acento huaso con orgullo.  En sus frases desplegaba un humor cáustico y una falta de énfasis que no estaban reñidos con el trabajo obsesivo al que se entregaba como editor.  Me contó esa vez, sin hacer el menor aspaviento, que era geólogo de profesión, pero aclaró de inmediato que estaba más interesado más en la gramática que en la explotación de minerales. 

Noté que disfrutaba de su posición distante, excéntrica, ajena a las modas y lejana a las premuras que subyugan a los que intentan ganar un puesto en la carrera literaria a punta de codazos y méritos.  Sanhueza, por entonces, había publicado en España el libro de poemas Tres bóvedas, donde procesa los detalles que constituyen su pasado.  Evoca atmósferas, personajes y paisajes del sur, yuxtaponiendo imágenes con fragmentos narrativos y recursos líricos.

Su caso, por supuesto, no es el de un explorador de los vericuetos de la melancolía mezclados con añoranzas de un paraíso perdido; por el contrario, en sus versos la conciencia del poeta y sus circunstancias históricas son propias de un extraño que habita una realidad cifrada.

La escritura de Sanhueza se expandió hacia la prosa con envidiable soltura e ingenio: con las columnas que publica en Las Últimas Noticias armó el libro Agua perra, pero su jugada más riesgosa y central es la publicación del conjunto de poemas que componen La Ley de Snell, verdadero acontecimiento que hay que elogiar sin afectaciones.  Logra en este volumen una poesía clásica en sus mejores atributos y moderna en su fluir alucinado.  

Abunda en ella una levedad filuda e irónica.  Son poemas en los que se suceden escenas y referencias, observaciones y metáforas.  En cada texto reúne diversas capas de sensibilidad comprimida en un lenguaje ajustado.  

Sanhueza se detiene con atención en las sensaciones de desasosiego, cuyo reverso es la muerte o la demencia diaria.  Atrapa las esquirlas incómodas que se agolpan en la memoria y que luego se convierten en vibraciones raras, en inquietudes.

Alumbra e indaga zonas vulnerables, desde lo nimio y delicado, hasta lo crudo y espectral.  Encontramos en La Ley de Snell una metafísica de la vida cotidiana, en la que la perplejidad tiene un espacio cardinal.  Prueba de ello es el poema Moraleja:

"Hasta las cosas más importantes
no valen su peso en oro.
Pero siempre logramos pasar.
Y si no pasamos es porque la historia
ha concluido o ya no cuenta.
Eso es lo normal.
En cada pasada salimos un poco maltratados,
se nos queda una lonja, a veces un brazo entero,
una viruta de piel (la pálida caspa a contraluz)
si andamos con la buena estrella.
La clave es
pasar y olvidarse de la rebanada.
El resto
es cuestión de costumbre. Tiempo y costumbre".          

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