Los atardeceres sucesivos
han aletargado para siempre
la otrora próspera ciudad de los Médicis,
la majestuosa Florencia.
Hoy deambulan
por sus calles empedradas
turistas que, atraídos por la fama
de su historia y de sus obras,
acuden a admirarla, ajenos,
ignorantes la mayoría de las veces,
respetuosos en exceso, conmovedores
por el sacrificio que les significa
llegar desde tan lejos.
Calles que conocieron
el silencioso paso del Dante,
meditabundo, deslumbrado
ante el bullicio de la obra
que ensordecía su mente.
Calles turbulentas,
no de forasteros, como ahora,
que sólo siguen itinerarios impuestos.
Calles que supieron de crímenes,
revoluciones, resistencia, pillaje,
fiestas, desfiles, procesiones,
amor, saber y milagros.
Calles que vieron transportar
al David gigante de Miguel Ángel,
sobresaliendo la enorme cabeza
por sobre el techo de las casas
o asomándose a las ventanas
de los grande edificios,
hasta ser depositado
junto a las puertas de la Signoria.
Calles que escucharon
el grito de Lorenzo clamando venganza
contra los asesinos de su hermano.
Torreones almenados y cornisas
desde los que pendieron boca abajo
los cuerpos mutilados de los malhechores.
Calles que llevaron al pueblo aterrado
junto al púlpito de Savonarola, demente,
sediento de justicia apocalíptica, iracundo
en su imposibilidad de doblegar las conciencias.
Plazas que sirvieron de plataforma
para hogueras de incrédulos y herejes.
Ciudad que una noche,
alumbrada por antorchas,
vio girar sus enormes goznes
para dar paso a la invasión
de Carlos VIII, niño aún, perverso,
ofuscada la razón por sueños irrealizables,
empeñado en emular a los héroes del pasado.
Excesos, pendencias, comercio.
Visitas no de un bus con grandes ventanales,
repleto de equipajes y audífonos en cada asiento,
que aguarda en una esquina a que sus pasajeros,
una vez cumplida la excursión a tiendas y museos,
vuelvan al interior para continuar viaje,
sino visitas del Patriarca,
el Emperador y los sabios de Bizancio,
esos grandes perturbadores del pensamiento medieval.
Leonardo, Rafael, Miguel Ángel,
Pico de la Mirándola, Dante, Boticelli,
Brunelleschi, Verrocchio, Maquiavelo,
Masaccio, León X, Clemente VII,
Donatello, Lorenzo y tantos otros,
actuaron en la vida cotidiana
de esa pequeña ciudad del norte de Italia.
Hoy no queda rastro de sus voces y de sus gestos,
ni se sabe el lugar preciso en que habitaron.
Hoy el palacio del Bargello
es sólo un ordenado museo
y no acontece en su patio otra cosa
que la lluvia torrencial que a veces lo inunda.
Ni se escucha por las noches
la cabalgata de Lorenzacio
sobre uno de los puentes del Arno,
acudiendo a adular a su víctima,
ni se oye el dulce canto de Poliziano enamorado,
ni caen desde los balcones flores y tapices
al paso de los carros alegóricos
de los torneos que organizaba Lorenzo.
Calles que conocieron la miseria de Botticelli,
abandonado, sin recursos, apoyado en dos bastones.
Lugares que fueron testigos
de las amargas recriminaciones
que hiciera Miguel Ángel a Leonardo.
Ciudad que con las puertas de un bautisterio
«dignas del cielo»
[«las puertas del Paraíso» de Ghiberti],
abrió el Renacimiento al mundo
y levantó una cúpula tan espléndida
que detuvo el sueño gótico para siempre.
Hoy los turistas buscan allí de preferencia,
en vez de puñales, oro y renombre,
abrecartas, cofres vacíos, láminas,
objetos de cuero repujado, mantelería de hilo…
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Fragmentos, Adolfo Couve
La cúpula de Brunelleschi,
ResponderEliminarsímbolo del arte nuevo,
fin del apogeo de las torres góticas.
Ésta descansa sobre el tambor,
termina en la linterna,
desde donde descienden
los tirantes de piedra.
Dos son en realidad las cúpulas:
una exterior y otra dentro.
Ambas trabajan en sentido inverso,
y de no estar magistralmente calculada
esa resistencia, reventarían en el aire,
cayendo sobre Florencia una lluvia de tejas.
Adolfo Couve