"El libro, en cambio, cuando no es mercancía -bien consumible- crece con cada lectura, como va creciendo la perla en el interior del bibalvo o el árbol va tejiendo los anillos de su tronco..."
La exigencia de producción, de fabricar productos que circulen en un mercado -en el mercado cultural, por ejemplo- es muy distinta de la ruta del crear, porque lo creado está impulsado por una energía que no viene del comprador y sus necesidades, sino de un derroche, una demora, una improvisación, un extravío, una alegría, un placer o un rencor espléndidos, los cuales pueden pasar ocultos para el mercado y nunca ser apreciados por el consumidor de hoy.
La obra no se produce, se deja, se da, queda, en el sentido de que está ahí no porque fue producida, sino porque resultó creada, y ese resultar, ese venir a ser de la obra, no puede ser la consecuencia de la coincidencia espontánea y libre de lo que el autor (oferta) elabora con lo que el público (demanda) consume.
La creación se expande inexorable desde un venero no mundano -lo que desde antiguo se llamaba "las musas"- y se dirige a ojos y oídos que es posible que todavía no existan y acaso no existan nunca, pero en cuya recepción hospitalaria reside la completitud y acabamiento de la obra.
Así, el escritor verdadero no escribe para cautivar a un auditorio que consuma sus libros como si fuesen guantes o panes. Escribe para algún día encontrar lectores que completen su creación, como los dos amantes que se citan en el centro de un bosque secreto.
La mercancía se consume, es decir, con su uso se desgasta, se corroe, se erosiona, se elimina la cosa. Recuerdo, de mis tiempos de estudiante de derecho, aquella clasificación civil de los bienes -plagada de escolásticos matices- entre bienes consumibles e inconsumibles, entendiendo por estos los bienes que, natural o jurídicamente, no se destruyen con "su primer uso", pero que, a la larga, los sucesivos "usos" los convierten a todos en consumibles.
El libro, en cambio, cuando no es mercancía -bien consumible- crece con cada lectura, como va creciendo la perla en el interior del bibalvo o el árbol va tejiendo los anillos de su tronco. Las buenas lecturas acrecen e, incluso, agigantan los libros auténticos (¡qué lector no posee alguna edición ajada por las múltiples lecturas de un gran libro, y una flamante de uno malo, que no leerá nunca!).
Los libros auténticos (porque hay miles de "seudolibros", la distinción es de Ruskin) reclaman lectores que, como destaca Charles Péguy en una obra póstuma, sean un colaborador y cooperador con el autor, papel que se funda en una "amistad", "fidelidad", "simpatía" entre lo leído y quien lee, entre el lector y la obra, entre el lector y el autor, ese maravilloso y cada vez más improbable encuentro.
La obra no se produce, se deja, se da, queda, en el sentido de que está ahí no porque fue producida, sino porque resultó creada, y ese resultar, ese venir a ser de la obra, no puede ser la consecuencia de la coincidencia espontánea y libre de lo que el autor (oferta) elabora con lo que el público (demanda) consume.
La creación se expande inexorable desde un venero no mundano -lo que desde antiguo se llamaba "las musas"- y se dirige a ojos y oídos que es posible que todavía no existan y acaso no existan nunca, pero en cuya recepción hospitalaria reside la completitud y acabamiento de la obra.
Así, el escritor verdadero no escribe para cautivar a un auditorio que consuma sus libros como si fuesen guantes o panes. Escribe para algún día encontrar lectores que completen su creación, como los dos amantes que se citan en el centro de un bosque secreto.
La mercancía se consume, es decir, con su uso se desgasta, se corroe, se erosiona, se elimina la cosa. Recuerdo, de mis tiempos de estudiante de derecho, aquella clasificación civil de los bienes -plagada de escolásticos matices- entre bienes consumibles e inconsumibles, entendiendo por estos los bienes que, natural o jurídicamente, no se destruyen con "su primer uso", pero que, a la larga, los sucesivos "usos" los convierten a todos en consumibles.
El libro, en cambio, cuando no es mercancía -bien consumible- crece con cada lectura, como va creciendo la perla en el interior del bibalvo o el árbol va tejiendo los anillos de su tronco. Las buenas lecturas acrecen e, incluso, agigantan los libros auténticos (¡qué lector no posee alguna edición ajada por las múltiples lecturas de un gran libro, y una flamante de uno malo, que no leerá nunca!).
Los libros auténticos (porque hay miles de "seudolibros", la distinción es de Ruskin) reclaman lectores que, como destaca Charles Péguy en una obra póstuma, sean un colaborador y cooperador con el autor, papel que se funda en una "amistad", "fidelidad", "simpatía" entre lo leído y quien lee, entre el lector y la obra, entre el lector y el autor, ese maravilloso y cada vez más improbable encuentro.
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