por Monseñor Andrés Arteaga Manieu
Obispo Auxiliar de Santiago
Domingo XXIVº / Lucas 15, 1-32Diario El Mercurio, domingo 15 de septiembre de 2013
El Evangelio de hoy nos habla,
en primer lugar y con lucidez,
de los dones de Dios,
ofrecidos en abundancia para todos.
Manifiesta que nuestro Dios
es un Padre rico en misericordia.
Como todas las parábolas de Jesús,
esta no intenta ilustrar solo ideas,
sino que invita con fuerza
e insistencia a la acción concreta.
Para eso hay que ubicarse
en medio del relato,
en el interior de su trama.
Nos podemos ubicar
en el lugar del hijo menor,
que es abrazado
y celebrado al volver de lejos,
después de haber malgastado
y acabado con su parte de la herencia,
que por adelantado había pedido al padre.
Nadie le dio nada en su loca aventura
que lo llevó a limpiar y cuidar cerdos,
sin que pudiera alimentarse con las sobras.
También nos podemos ubicar
en el lugar del hermano mayor.
Molesto por la alegría del padre
que hace fiesta al recuperar al hijo perdido.
El padre le recuerda a este
que todo lo que tiene le pertenece.
Pues el mayor no se había dado cuenta de ello
y está distante del padre en su misma casa.
Pero el mejor lugar para ubicarse
en la parábola es el papel del padre
que ama a todos sus hijos
en la condición que estén.
Tiene motivos para hacer fiesta
porque el hijo perdido
"estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido encontrado".
Y eso vale para el hijo pródigo
y también para el taimado,
como se descubre al final.
El que se alejó se lleva una gran sorpresa.
En su examen de conciencia
reconoce su pecado y formula su confesión.
El padre lo espera en el camino,
no para acusar o reprender,
sino que lo abraza y lo viste de fiesta
para recuperarlo como hijo.
Impide que le diga una blasfemia:
"No merezco ser llamado entre tus hijos,
trátame como a uno de tus siervos".
El mal tiene límite.
Dios se lo ha puesto.
Se llama misericordia.
Dios nos trata como a hijos queridos.
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