La navegación ligera de las hojas
anuncia un invierno aún desconocido,
que extiende en todo su esplendor el abandono.
La impasibilidad despojada
de los objetos a la deriva
hace recapacitar al viejo mendigo
maltratado tantas veces por el viento.
El amanecer renueva todas las cosas,
sin embargo, es la hora del ocaso
la principal víctima de la belleza.
Entre una y otra, indeciso,
permanece más de lo debido
aferrado a aquel puente,
abandonado al mar y a la lluvia.
Las ciudades crecidas al borde del océano
se han hecho indiferentes a tal inmensidad
y los hombres que las habitan son silenciosos
a causa de las habladurías del mar.
Hay reservas de humedad y frío
que calan los huesos y un pito agudo
y permanente se aloja en el oído.
Pero a la navegación libre
sólo le bastan los vientos propios.
Bastan dos puntos mínimos
bajo un cono de luz.
Sin embargo, el primer plano
es el que más hiere al corazón
y el que busca refugio
al amparo de la parodia.
El incesante ir y venir de gaviotas
comunican el muelle de madera
con la lejanía, pero su alma
no podía hallar el tono.
La tarde lo cubre todo
y se encuentra de pronto
con su mirada desolada.
Como un piano, se va desafinando,
al igual que todo lo que viene de la sociedad
y permanece después por siempre alejado de ella.
Su estado de ánimo no colinda
con ninguno punto cardinal existencial,
por lo que decide retirarse calladamente
sin esperar reconocimiento o compasión,
ni menos el aplauso, ese chubasco sobre el tejado...
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