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Lanzar la piedra y ocultar el rostro...‏


Diario El Mercurio, Sábado 07 de septiembre de 2013

Rostro e identidad

Otto Dörr: “…el negar la propia identidad tapándose el rostro es un verdadero atentado a la condición humana, tanto de la propia como de la del otro, y también una regresión a un mundo donde impera lo anónimo…”.

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Durante los últimos años hemos observado la presencia sistemática en las manifestaciones callejeras, sean estas estudiantiles, laborales o regionales, de sujetos que se ocultan el rostro (los llamados “encapuchados”) y que aprovechando el anonimato cometen actos de vandalismo con el consiguiente daño a la propiedad pública y privada. En ocasiones han llegado al extremo de atentar contra monumentos dedicados a nuestros héroes y también de profanar iglesias.

En otra oportunidad he escrito acerca de la gravedad que encierra el hecho de desconocer esa distinción trascendental entre el espacio sagrado y el espacio profano que atraviesa toda la historia del hombre. Ahora, no es el caso de discutir aquí ni el grado de justificación de estas manifestaciones ni la actitud que han tenido el gobierno, los políticos y el público en general frente a estos hechos. La pregunta es más bien, ¿puede considerarse esta conducta como algo inocente, producto del entusiasmo algo excesivo de jóvenes idealistas descontentos con el estilo de sociedad imperante? Yo creo que no. Baste pensar que ni siquiera los miembros de la SS, al cometer sus mayores crímenes, se ocultaban el rostro, para sentir la necesidad de reflexionar sobre lo que pueda significar el acto de esconder la identidad en esta forma.

No voy a referirme aquí al “principio de identidad” (A=A), que tiene que ver con la lógica y la ontología, sino a ese misterioso fenómeno humano de tener conciencia de sí mismo como ser histórico y a la vez de la alteridad, del otro. Esto no se da en ningún otro ser vivo. Más aún, toda la evolución de la vida en la tierra podría ser concebida como un proceso de individuación progresiva y la consecuente independencia con respecto al medio. Entre dos unicelulares no hay prácticamente diferencias. Los moluscos podrían llegar a distinguirse uno de otro, pero con mucho esfuerzo. Los animales, por su parte, van adquiriendo características cada vez más individuales a medida que se acercan a este producto final del proceso evolutivo que somos los humanos. No hay un hombre igual a otro. Ni siquiera dos gemelos idénticos, porque la vida va marcando en sus rostros las diferentes experiencias de cada cual. Esta evolución hacia lo único e irrepetible continúa, más allá de la naturaleza humana, en la cultura. Así, es la originalidad lo que da el valor a una obra de arte. Una fotografía de un cuadro de Leonardo, por idéntica que sea al original, no vale nada. La obra misma, que es única, en cambio, no tiene precio.

El filósofo francés Paul Ricoeur y su discípula chilena Ana Escríbar distinguen dos formas de identidad, la mismidad y la ipseidad. La primera se refiere a lo que cada ser humano trae como dado: raza, tamaño, temperamento, inteligencia, en último término, en mayor o menor medida determinado genéticamente. La ipseidad, en cambio, es el producto de la autoconstrucción. El hombre no nace completo y tiene que ir haciéndose a través de sus proyectos, decisiones y esfuerzos. Pero al mismo tiempo, debe ser capaz de evaluarse y de narrarse, de ir contándose y valorando su propia historia. Y es por eso que esta forma de identidad es fundamentalmente ética, por cuanto lo que da unidad a la persona, a pesar de los cambios que van ocurriendo a lo largo de la vida, es la promesa: yo soy responsable ante otro. Es mi preocupación por el otro lo que le da sustancia y permanencia a mi identidad, la que alcanza su máxima epifanía, su manifestación, en el rostro; pero no solo porque no existe una cara igual a otra y ni siquiera porque en él se asienta la mirada y de él surge el lenguaje.

El rostro humano tiene una dignidad propia que nadie ha sabido describir mejor que el filósofo lituano-francés Emmanuel Lévinas. Para este autor el rostro del otro es la trascendencia personalizada, porque a través suyo, a través del rostro del ser amado, se me muestra la humanidad entera en su indefensión. Y por eso es que la relación con el otro es fundamentalmente ética, porque al descubrir el Yo la fragilidad de todos en el rostro del ser amado, se siente inclinado a decir: “Heme aquí; yo me hago cargo de ti”.

Desde esta perspectiva, el negar la propia identidad tapándose el rostro es un verdadero atentado a la condición humana, tanto de la propia como de la del otro, y también una regresión a un mundo donde impera lo anónimo. Y esto porque, en primer lugar, solo el ser humano posee propiamente una identidad, la que junto con el lenguaje son los máximos logros de la evolución. En segundo lugar, porque al ocultar el rostro desaparece la dimensión ética de la relación interpersonal, algo que ya ha sido demostrado con creces por los siniestros antecesores de nuestros encapuchados: el verdugo, el torturador y el terrorista.

Otto Dörr
Academia de Medicina
Centro de Estudios de Fenomenología y Psiquiatría UDP

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