Diario El Mercurio, Jueves 26 de septiembre de 2013http://www.elmercurio.com/blogs/2013/09/26/15564/El-Chile-perdido.aspx"Uno espera, de un Estado, visión, mirada de largo plazo, sentido profundo de la soberanía (que no es solo una cuestión de límites fronterizos), con un proyecto que responda a la interpelación de nuestra 'loca' geografía, de nuestro paisaje extremo y sobrecogedor..."
Aterrizamos en una avioneta en el abandonado aeródromo de Segundo Corral, una localidad casi fronteriza con Argentina, junto al río Puelo, situada más allá de Llanada Grande, tal vez uno de los lugares más bellos e intocados del planeta. Bosques de cipreses de las Guaitecas y coigües milenarios, ríos torrentosos y transparentes, lagunas color turquesa. Sobrecoge ver este pueblo "dejado de la mano de Dios", que alguna vez tuvo un controlador aéreo y en el que sus pocos habitantes se pasean como fantasmas de un cuento de Juan Rulfo, pero situado en el extremo sur de Chile.
Nos cuentan que la maestra de la escuela adonde van los 8 alumnos de esta localidad acaba de renunciar e irse del lugar. En el aeródromo, donde aterrizan más bandurrias que aviones, un afiche de esos que abundan en todo el país alardea de alguna obra de pavimentación del Gobierno de Chile. No hay nada que les guste más a los gobiernos de turno (del signo que sean) que pregonar sus "obras", aunque se trate de una mínima cuneta o un par de faroles colocados en una esquina abandonada. Un cierto sentido de Estado y de sobriedad debiera limitar esta publicidad (muchas veces engañosa) que prolifera sobre todo en períodos electorales.
Muchas de las obras publicitadas son en realidad el mínimo que un Estado debe hacer para llamarse con propiedad "Estado". Son sus obligaciones indelegables asegurar que el territorio tenga caminos, agua potable, alcantarillado, etcétera. El problema es que el Estado parece haberse conformado con ese mínimo, por supuesto necesario y bienvenido, sobre todo en localidades extremas. Pero el Estado es más que un simple proveedor de servicios básicos, casi de sobrevivencia. Uno espera, de un Estado, visión, mirada de largo plazo, sentido profundo de la soberanía (que no es solo una cuestión de límites fronterizos), con un proyecto que responda a la interpelación de nuestra "loca" geografía, de nuestro paisaje extremo y sobrecogedor.
Pero esa visión parece no estar en las agendas cortoplacistas de nuestros políticos, que creen que gobernar es solo "comunicar" a través de la publicidad. Se olvidaron de que gobernar es educar y cultivar. Cada vez que recorro una latitud o rincón de Chile que no conocía, vuelvo a tener la sensación de que nuestro país ni siquiera ha sido habitado todavía. Somos un país inhabitado y descentrado. Porque un solo centro (Santiago) no da para sostener, tensar y proyectar los puntos cardinales de Chile. La República parece haber nacido contrahecha, descompensada, con una capital cerrada sobre sí misma, y a veces pareciera que creemos ser país, pero somos apenas paisaje como dijo una vez Nicanor Parra.
No sucede lo mismo en países extremos como el nuestro, como Finlandia o Noruega, donde las adversidades han sido convertidas en posibilidades. ¿Por qué Chile se refugió para siempre en el valle central, por qué los lugares extremos fueron solo una tarea y un destino para pioneros solitarios, y el país entero no se convirtió en un "país pionero"? Chile necesita dar vuelta su propio mapa y hacer, por ejemplo, que su sur sea su norte. Hay que sacar al país de su peligrosa vocación de monocultivo, de dependencia del cobre, de dependencia de un solo centro, de país monotemático.
No podemos conformarnos con la cuadrícula mental de los primeros españoles, que sirvió en su momento, pero que ahora asfixia todo nuevo comienzo. El país está durmiendo una larga siesta centralista. Los grandes planificadores y administradores no han sabido vislumbrar un Chile más allá de sus propias narices. Una patria, así como se conquista, así también se pierde. Cuando la avioneta despega de Segundo Corral, donde no hay una posta decente ni una profesora para sus niños, y escucho las radios argentinas que copan el dial, por primera vez llego a sentir que tal vez Chile no existe y que en estos bosques milenarios y cumbres eternas, se ha convertido en una palabra vacía que ya no flamea en el viento.
Nos cuentan que la maestra de la escuela adonde van los 8 alumnos de esta localidad acaba de renunciar e irse del lugar. En el aeródromo, donde aterrizan más bandurrias que aviones, un afiche de esos que abundan en todo el país alardea de alguna obra de pavimentación del Gobierno de Chile. No hay nada que les guste más a los gobiernos de turno (del signo que sean) que pregonar sus "obras", aunque se trate de una mínima cuneta o un par de faroles colocados en una esquina abandonada. Un cierto sentido de Estado y de sobriedad debiera limitar esta publicidad (muchas veces engañosa) que prolifera sobre todo en períodos electorales.
Muchas de las obras publicitadas son en realidad el mínimo que un Estado debe hacer para llamarse con propiedad "Estado". Son sus obligaciones indelegables asegurar que el territorio tenga caminos, agua potable, alcantarillado, etcétera. El problema es que el Estado parece haberse conformado con ese mínimo, por supuesto necesario y bienvenido, sobre todo en localidades extremas. Pero el Estado es más que un simple proveedor de servicios básicos, casi de sobrevivencia. Uno espera, de un Estado, visión, mirada de largo plazo, sentido profundo de la soberanía (que no es solo una cuestión de límites fronterizos), con un proyecto que responda a la interpelación de nuestra "loca" geografía, de nuestro paisaje extremo y sobrecogedor.
Pero esa visión parece no estar en las agendas cortoplacistas de nuestros políticos, que creen que gobernar es solo "comunicar" a través de la publicidad. Se olvidaron de que gobernar es educar y cultivar. Cada vez que recorro una latitud o rincón de Chile que no conocía, vuelvo a tener la sensación de que nuestro país ni siquiera ha sido habitado todavía. Somos un país inhabitado y descentrado. Porque un solo centro (Santiago) no da para sostener, tensar y proyectar los puntos cardinales de Chile. La República parece haber nacido contrahecha, descompensada, con una capital cerrada sobre sí misma, y a veces pareciera que creemos ser país, pero somos apenas paisaje como dijo una vez Nicanor Parra.
No sucede lo mismo en países extremos como el nuestro, como Finlandia o Noruega, donde las adversidades han sido convertidas en posibilidades. ¿Por qué Chile se refugió para siempre en el valle central, por qué los lugares extremos fueron solo una tarea y un destino para pioneros solitarios, y el país entero no se convirtió en un "país pionero"? Chile necesita dar vuelta su propio mapa y hacer, por ejemplo, que su sur sea su norte. Hay que sacar al país de su peligrosa vocación de monocultivo, de dependencia del cobre, de dependencia de un solo centro, de país monotemático.
No podemos conformarnos con la cuadrícula mental de los primeros españoles, que sirvió en su momento, pero que ahora asfixia todo nuevo comienzo. El país está durmiendo una larga siesta centralista. Los grandes planificadores y administradores no han sabido vislumbrar un Chile más allá de sus propias narices. Una patria, así como se conquista, así también se pierde. Cuando la avioneta despega de Segundo Corral, donde no hay una posta decente ni una profesora para sus niños, y escucho las radios argentinas que copan el dial, por primera vez llego a sentir que tal vez Chile no existe y que en estos bosques milenarios y cumbres eternas, se ha convertido en una palabra vacía que ya no flamea en el viento.
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