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Inequidad y miseria


13 / Nov

Por Eduardo Galaz

Eduardo Galaz

Vivimos en un país que ha experimentado en el último tiempo un notable crecimiento económico. Eso implica no sólo que hayamos elevado el PIB –que en sí mismo es un indicador de bienestar engañoso–,  sino que también el nivel de vida de las clases medias y bajas está mejorando considerablemente. Al respecto, la Encuesta Bicentenario de este año muestra que el 68% de las personas de clase media y el 55% de las de clase baja creen que su situación económica es “mucho mejor” que la de sus padres. Y estos números vienen en alza, lo que no puede más que celebrarse. ¿Por qué, entonces, vemos tanta protesta e insatisfacción, tanta sensación de modelo en crisis y de fracaso estructural?
 
La respuesta es conocida, pero su contenido es objeto de poca reflexión. Se trata del problema de la inequidad, que nuestro modelo de desarrollo ha sido completamente incapaz de combatir, pues mientras el crecimiento económico se hace más efectivo, las desigualdades sociales se vuelven cada vez más marcadas. Este es probablemente el principal problema social de Chile y el más urgente de combatir.
 
Algunos intelectuales de inspiración libertaria, como Robert Nozick, han sugerido que la desigualdad no constituye un problema social en sí mismo. Parece pensar Nozick que, si bien la pobreza es un problema, la inequidad es irrelevante, toda vez que los pobres tengan la capacidad de vivir dignamente. ¿Qué responderle a Nozick y a quienes en Chile piensan como pensaba él? ¿Por qué la inequidad constituye un problema en sí mismo, aun si la capacidad adquisitiva de los pobres progresa?
 
La inequidad no es sólo una construcción de economistas y sociólogos. No es el producto de una operación estadística –cuánto ganan los pobres, cuánto los ricos– que en la realidad social carezca de eficacia. La inequidad es un hecho social autónomo que, al margen de sus capacidades de adquisición de bienes, castiga a los pobres con el insulto de la inferioridad.
 
En sus Discursos en Dávila, John Adams hace una apreciación sorprendente: “La maldición de la pobreza radica en la invisibilidad, no en la indigencia”. Reflexionando sobre esta cuestión, Hannah Arendt profundiza: más allá de la siempre soportable precariedad material, la tortura del pobre no es la mesa modesta ni el abrigo insuficiente: lo realmente insoportable es su total anonimato público, su invisibilidad social, el hecho trágico de que nadie repare en él. Su condena es la imposibilidad, siguiendo esta vez a Aquino, de desarrollar la virtud de la magnanimidad, de aspirar a la grandeza, marca particular de la naturaleza humana.
 
Lo que nos ilumina Adams es que todo hombre aspira íntimamente no sólo a las bases materiales de una existencia digna, sino también al desarrollo espiritual y político que lo hacen partícipe de la cosa pública. El hombre no anhela primeramente “bienestar”, cuyo progreso histórico está más o menos garantizado, sino reconocimiento, que depende de su capacidad de proponerse metas altas y luchar por ellas, mecanismo fundamental a través del cual se ejerce el derecho humano a una existencia social reconocida y valorada por otros.
 
Esta cuestión nos pone ante la evidencia de una forma de pobreza que, a diferencia del hambre y el frío, es esencialmente relativa. Se trata de la pobreza de quien no puede participar de la distribución social del prestigio. ¿De qué le sirve al pobre tener una vida material que habría envidiado Carlomagno, con luz eléctrica y agua potable, si todo el orden social enmarca su vida bajo el estigma de la inferioridad? ¿Es suficiente, acaso, para un desarrollo auténticamente humano, que el hombre sobreviva en una vida menos menesterosa, si sigue estando excluido de la República, sigue siendo invisible ante el orden social y no tiene ninguna esperanza de dejar de serlo?
 
La pobreza absoluta es la de la miseria, que ataca al hombre con fantasmas de siglos pasados: enfermedades, hipotermia o desnutrición. Esta forma de pobreza, aún dolorosa, al menos sí está en camino de ser superada. Caso muy diferente al de la pobreza relativa, que humilla a quien la padece con el dolor de la injusticia y que en Chile es cada vez mayor. Ella consiste en carecer, no de las cosas necesarias para vivir, sino de aquellas que otros miembros del cuerpo social disfrutan. Implica, en Chile, no tener capacidad de ahorro, hacer colas desde la madrugada para recibir atención médica o tener a los hijos en un colegio que abre menos puertas de las que cierra. Implica que el subsidio estatal, como nos mostró la prensa hace pocos días, aunque otorgue techo puede involucrar murallas llenas de termitas, señal demasiado violenta de irrelevancia social. ¿Cómo extrañarse de que el resultado sea un tan profundo desencantamiento con la vida pública y las instituciones?
 
Podemos estar satisfechos de algo: nuestro crecimiento abre el camino para derrotar la indigencia. No así la invisibilidad. A espaldas de la reducción de la pobreza, seguimos en una sociedad marcadamente injusta, en que prácticamente dos tercios de la población viven en situación de precariedad económica, de absoluta exclusión política y, peor que lo anterior, con la cruda conciencia de ser ciudadanos de tercera clase; beneficiarios indirectos del progreso, pero ajenos a la luz pública. Ello, pese a que sean personas que trabajan 40 horas a la semana o más, cuyo único pecado social es haber nacido en un hogar desfavorecido. Esto es lo que debemos combatir.
 
Comprender que la inequidad es injusticia significa reconocer que hemos cargado demasiadas funciones sociales en la operación de nuestros mercados. Ellos bien pueden distribuir bienes, pero no deben distribuir prestigio y poder, como hasta ahora han hecho. Evolucionar desde el mero crecimiento hacia el auténtico progreso exige ordenar el desarrollo al alero de la justicia, teniendo la descentralización como meta. Ello porque cuando el poder se concentra, muchas personas quedan bajo el telón de la invisibilidad, detrás del cual un desarrollo genuinamente humano es casi posible de lograr.
 

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