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Cosas de viejo por Roberto Merino


Diario Las Últimas Noticias
Lunes 19 de noviembre de 2012

Un reciente cumpleaños
me hizo darme cuenta súbitamente
de la ignominia de mi edad:
más de medio siglo.

Contar en siglos es como 
medir el peso en toneladas.

Puede tratarse 
de espejismos del lenguaje,
pero también, innegablemente,
del espesor de la realidad.

El caso es que
mientras pasaba por el trance
me encontraba en mi cama
girando de un extremo a otro
en forma de tirabuzón
al tiempo que emitía
un sonido sin significado,
en baja frecuencia.

Me pregunté
si todos los individuos
de cincuenta años incurrirán, 
cuando nadie los ve,
en este tipo de conductas
extravagantes, o si,
al contrario, se actúan
a sí mismos como señores.

La mesura, la caballerosidad,
la templanza, todas esas cualidades
que se predican de la gente madura
a veces comportan expectativas desesperantes.

Cada cual trabaja 
por el prestigio de su feudo
y por lo mismo 
los viejos insisten en criticar
a los niños, a los adolescentes 
y a los jóvenes actuales
en nombre de un pasado 
virtuoso y superior: el propio.

Esas pamplinas 
se han repetido cíclicamente
en todas las generaciones,
a pesar de la evidencia
de que se trata
de construcciones ficticias.

Se supone, en este entendido,
que el lenguaje se va 
empobreciendo de manera alarmante.

Me parece que se trata 
de una apreciación equivocada.

Nunca ha sido muy exuberante
el uso de la lengua en nuestro país.

No sé si se recuerdan 
las entrevistas callejeras 
de la televisión hace cuarenta años:
balbuceos, conceptos exiguos
y deshilvanados, tal como hoy
las intervenciones del público
están llenas de énfasis 
autoafirmativos y de eslóganes.

"¡Nosotros somo garreros, 
compadre, somos garreros!",
gritaban hace poco ante las cámaras
unos muchachos apatotatos,
como dando a entender 
que en esa pura frase
había un mundo
que debíamos inferir y admirar.

Ha cambiado el nivel de pachorra,
pero el fondo es el mismo.

Aseñorarse 
es como empezar 
a cerrar las compuertas
y a quemar las naves:
la certeza de que la vida
les corresponde a los otros
y que ya no nos queda más
que preocuparnos de la jubilación
y del espacio comprado en cuotas
en algún cementerio 
con nombre de parque.

Pegamentos 
y enjuagues dentales,
artículos de ortopedia,
papilla de camote,
leche de magnesia y naftalina
empiezan a pesar
en el presupuesto.

Por el momento,
mientras se pueda,
prefiero ser
más pelucón que señor.

No quiero respeto
por mis canas
ni por supuestas
sabidurías salomónicas.

El rock, 
que a grandes rasgos
también tiene medio siglo,
ha sido como un limbo
para personas
que si no fuera por la música
estarían chocheando
con las palomas en la plaza.

Un veterane bailando twist
en un esfuerzo simpático
rinde un espectáculo deplorable,
pero un viejo pelucón y arrugado
provocando un estruendo
con la guitarra eléctrica
es una imagen magnífica.

Quizás no sea mala idea
cambiar de rubro
en la recta final de la vida.

Ya sabemos:
siempre está la posibilidad
de terminar a gritos
sobre un escenario tormentoso,
con el sintetizador a todo guareque,
los bluyines rotos y las greñas al viento...

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