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Estacado en Santiago por Roberto Merino



Diario Las Últimas Noticias
Lunes 26 de noviembre de 2012

Recuerdo una tarde amarilla 
y declinante de noviembre del 99.

Estábamos con Magdalena Benavente 
en uno de los bancos o escaños
que hay en la parte de atrás
de la Estación Mapocho,
conversando de quién sabe qué,
y en un momento tuve,
mirando el vago paisaje
que se insinuaba al norponiente
-los parapetos del río,
unas murallas pardas, techos y cúpulas-
la certeza de que no me movería 
nunca más de Santiago.

Es decir, por algún motivo
que no está nada claro,
entre una frase y otra 
supe -como si la tierra misma
me lo estuviera comunicando-
que éste era para mí
el lugar de la permanencia
y, por lo mismo, de la muerte.

Y pensé, en asociación a lo anterior,
en los desplazamientos biográficos
de mis abuelos, que llegaron acá
a principios del siglo XX,
reajustando sus vidas
ante las veleidades de la fortuna:
cambio, para ellos, de dimensiones,
de espacio, de luminosidades,
de costumbres, de posición social.

Tuvieron tiempo de decir adiós
al áspero y espinudo campo chileno,
y me lo heredaron finalmente
en calidad de imagen 
o de relato o de reducto mitológico.

Alguien me decía que 
en los legajos de los tribunales
está el proyecto literario de Balzac,
que en los litigios aparecen
todos los componentes de la novela realista:
traiciones, matrimonios, quiebras, malos negocios,
prosperidades; la pasión, el dinero, el poder 
y el vértigo de todos esos elementos operando juntos.

Claro que, por cierto, 
la novela no es cuestión de abogados.

Hace falta, para su existencia, 
la reaparición de una mente
que pueda reciclar 
y bombear un poco de espíritu
a ese apabullante stock de informaciones.

Mis amigos viajan con frecuencia:
desaparecen un mes 
y regresan con los ojos más grandes,
en actitud inquisitiva,
queriendo ser informados
de lo que ha sucedido en su ausencia.

Es una lástima, pero generalmente
hay que decirles que no ha pasado nada.

Ah, bueno, desarmaron
una "red de explotación sexual infantil",
se discutió en el Congreso la ley de pesca,
un jugador de Unión La Calera
le pegó una patada de karate
en el pecho al arquero de Wanderers.

Pero aparte de eso nada, lo de siempre,
manifestaciones, choques, crímenes.

El que viaja, en cambio, 
experimenta una especie
de estruendo interior
y el tiempo se hace más denso
por el simple hecho
de mirar el mundo
desde la ventanilla del avión.

Envidio esta renovación anímica
de los viajeros, pero no puedo acceder a ella.

Me siento como estacado
en este suelo rocoso
y en estas calles multiplicadas
hasta lo incomprensible.

¿Por qué no moverse más?,
pienso a menudo,
¿Por qué no aceptar las invitaciones,
por qué no sumergirse en otras lenguas,
otras atmósferas, otros climas?

Quizás se trata de una neurosis profunda.
El cuento es que se me han ido los veranos
-confundidos ya unos con otros-
en el espacio de unas cuantas reducidas coordenadas.

Aquí sigo, despidiendo a los que se van
y mal informando a los que vuelven.

Espero algo, sin duda.

Desde hace años, 
todos los días de mi vida
he estado esperando algo,
algo que debo dilucidar, 
invocar, descifrar, 
y que puede estar
a la salida del café
o a la vuelta de la esquina.

Pero ya no sé
de qué estoy hablando.

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