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Invitado de piedra



No hay una política educativa más efectiva, más barata, más democrática que dejar circular, discutir, respirar los libros en todas partes.  

por Rafael Gumucio 

Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 25 de noviembre de 2012
Chile no está invitado a la Feria de Guadalajara por su meritoria industria editorial, ni por su confusa política cultural sino por su literatura. Una literatura que, como la irlandesa en el caso del inglés, tiene un lugar en la historia de la lengua castellana que no se compadece con su población, su importancia económica, o su número de lectores. Azarosa, o no tanto, confluencia de voces únicas: Joyce, Wilde, Shaw, Yeats; Neruda, Mistral, Parra, Donoso, Bolaño.
Como en Irlanda, todo lo que ha hecho de Chile a través de los siglos un país difícil de vivir, su endogamia, su aislamiento, su mezquindad, su desigualdad, ha sido el motor de su literatura. Una literatura, la chilena, que ha contado y cuenta esa incomodidad, la de tener más paisaje que historia, y más símbolos que habitantes. Es una literatura, incluso en su vertiente más surrealista, condenada a ser testigo de un eterno combate. Los libros, poco leídos y mal digeridos, nunca han sido del todo inocentes en Chile. Los cambios sociales y políticos fueron precedidos y acompañados por poemas y novelas que los explican y comprenden. Eso explica quizás la persistencia con que el bibliófilo Augusto Pinochet Ugarte los persiguió, quemándolos primero y gravándolos después con un altísimo IVA. Coleccionista de primeras ediciones y libros raros, quiso convertir los libros en lo que eran para él: un lujo que se compra pero no se lee. Se adelantaba, en esto también, a convertir a la gente que lee en un club cerrado, protegido del mundo por los muros del gueto. Novelas que hablan de novelistas, poemas que hablan sólo de poesía, literatura para literato; para el resto, yoga, autoayuda, feng shui , el tipo de libro que el Estado chileno adquiere en masa en detrimento justamente de esa literatura que no le interesa a nadie, libros que pueden al azar, en una biblioteca perdida, convertir al hijo de un ferroviario en Pablo Neruda.
La literatura logra eso, convertir a Neftalí Reyes en Pablo y a Lucila Godoy en Gabriela Mistral. Obliga a quien la lee y la escribe a buscar un nombre propio, aunque sea a la postre el mismo con el que te bautizaron. Es ese el permiso terrible que tiene la literatura, el de cuestionar o reafirmar el nombre de las cosas. Es lo que la convierte en enemigo jurado de nuestra versión tribal del capitalismo, nuestro individualismo que detesta como la peste a los individuos; la idea de que puede ayudar a buscar, a encontrar, más allá del nombre que te dio el clan, el pasado, un nombre propio que ponerte.
Los libros sin control son peligrosos. Mucha gente mata y muere por su culpa. Algunos preferimos vivir con ese riesgo, porque riesgo es el verdadero nombre de la democracia. Democracia que pierde su sentido si los ciudadanos no cuentan con un idioma más o menos común, con una información más o menos veraz, con una historia más o menos creíble, a partir de la que decidir. Es lo que hizo desfilar a más de un millón de chilenos el año pasado, la idea de que la educación no es un premio o un regalo que se les da a los ciudadanos, sino una necesidad de la sociedad, una garantía sin la cual el sufragio universal pierde todo sentido.
No hay una política educativa más efectiva, más barata, más democrática que dejar circular, discutir, respirar los libros en todas partes. Todos los libros, cualquier libro, pero con más cuidado, con más énfasis, los que producen esa temida metamorfosis de Neftali a Neruda, de Lucila a Mistral, los que no esperabas, los que cuentan no sólo algo, sino alguien. La literatura que cambia de nombre a la tribu y sus chamanes, la única capaz de cambiarle el nombre a las cosas. En ese sentido, la ausencia en Guadalajara de Matías Rivas, uno de los editores que publica con más persistencia este tipo de libros, es sintomática de una carencia de fondo de nuestra cultura. El equivalente de Rivas en la industria maderera, financiera o farandulera sería abundantemente premiado sin mezquindades ni doble intenciones. Cuando se trata de libros, todo se vuelve más incomodo, más resbaloso; se premia al hombre pero no se le compran los libros; se fomenta lo que hay y deja a su suerte a los que buscan lo que podría haber.
Pido perdón si esta columna pueda sonar demasiado gremial. Nada hay más patético que los gemidos de los escritores. En un medio pobre y escaso cualquier intento de heroísmo, cualquier ilusión de representatividad termina siempre tarde o temprano en picaresca. Los libros no son más importantes que las latas de sardinas, la botellas de vino o la exportación de madera. La literatura que esos libros a veces contienen es, sin embargo, la única inmortalidad que conocemos, la de un cuento que se cuenta de generación en generación, la de un verso que salva a un paciente del total olvido, la de una trama en la que no perder del todo los hilos que nadie teje.
Los curas les preguntaban antes a los alumnos cómo estaba su alma inmortal. La literatura es la única que puede dar respuesta a esa sonrojante pregunta.

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