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La fama es una plebeyez...‏



Vasos comunicantes
por Jorge Edwards 
Diario El Mercurio, Viernes 23 de Noviembre de 2012
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/11/23/vasos-comunicantes.asp
En Puebla, a unas dos horas por tierra del Distrito Federal, la Nueva España de hoy, la República de México, se ve bulliciosa, pujante, un tanto descascarada en sus bellos y antiguos monumentos virreinales. Me instalo en un banco de la Plaza de la Catedral y pruebo un mole poblano, regional, y sorbo a gotas un tequila reposado con sangrita. Se me instala un guitarrista local a la altura del oído. Cuando ve que sólo tengo dinero plástico en las faltriqueras, se aleja más que ligero, cruza la calle, se saca algunos de sus arreos y come una tortilla. No son tierras de pan sino de tortilla de maíz, y compruebo que el hábito del vino es más bien reciente. José Vasconcelos, en los años de la llegada a México de Gabriela Mistral, invitada por él a participar en su reforma educativa, sostenía que los pueblos de alcoholes fuertes tienden a ser violentos. Que las civilizaciones avanzadas, como la de Grecia o la de Francia, se construyen en torno al vino, bebida de conversación amable y de reflexión más tranquila.
Vaya uno a saber. Nosotros, vinosos y viñateros, solemos perder la calma sin necesidad de licores fuertes. Lo he observado en el Chilediscutidor, cascarrabias, a menudo intolerante, de estos días, y me ha dejado preocupado.
Entender el México de ahora no es fácil, sobre todo desde la provincia. En mi hotel, que tiene todas las estrellas de este mundo, me miran un poco extrañados cuando pido que me conecten el teléfono con urgencia. Cuando muestro el enchufe de mi computador y pido algo que lo adapte, me miran con una ligera conmiseración. Quizá, me digo, tienen razón ellos. Soy una persona condenada a vivir en la aceleración, en la ansiedad, en los ritmos trepidantes de las grandes capitales. Mirar cielos cambiantes por encima de cúpulas barrocas, dormidas en su pasado, podría implicar una sabiduría superior.
No soy demasiado aficionado a ferias, pero las ferias de libros, que han proliferado en todas partes en años recientes, sirven para conocerse, para acordarse de cosas, para tener algunos descubrimientos y algunos reencuentros. Me preguntan por mis autores mexicanos y hago memoria. Vasconcelos, desde luego, con su notable autobiografía,Ulises criollo. Después, hay un poeta que conocíamos en el Chile de los años treinta y cuarenta y que ahora se nos ha olvidado: Ramón López Velarde. Era un poeta de después de la revolución, de las plazas de provincia, de la añoranza. En uno de sus poemas habla de “la mutilación de la metralla” en los muros antes intocados y de su “íntima tristeza reaccionaria”. Me pregunto si nuestro olvido actual no se deberá a que su pensamiento no era del todo correcto en política. Fue revolucionario en un momento de su juventud, pero después sintió dolor ante la destrucción general. Lo extraordinario es que las iglesias dePuebla sobrevivieron y que parejas maduras entran, en una mañana de trabajo, a recogerse y quizá reconciliarse.
Otra voz literaria de México ha sido para mí Octavio, a quien frecuenté en sus años finales. Me lo encontré por accidente en los senderos de un hotel del Distrito Federal, acompañado por un enfermero vestido de blanco. Nos sentamos en un banco cualquiera y charlamos largamente. A pesar de la animada conversación, fue un encuentro triste, una despedida.
Hago un recuerdo final: José Luis Martínez. Lo hago a conciencia de que todo recuerdo es arbitrario, de que en la esencia de todo memorialismo se encuentra un elemento de arbitrariedad. José Luis, diplomático, historiador, ensayista, escribió un magnífico, memorable,Hernán Cortés. Era un hombre discreto, inteligente, de buen humor, que no buscaba las luces ni los devaneos de la farándula. Tenía una elegancia de espíritu singular. Vivía en una casa que era una biblioteca,como en años anteriores su maestro Alfonso Reyes. La de José Luis era una casa cóncava, en semicírculo. Desde el jardín sólo se divisaban tres pisos de libros detrás de las ventanas. En la planta baja tenía un gran estudio rectangular, dominado por una mesa frailera llena de gruesos volúmenes. Cuando era director del Fondo de Cultura Económica, me encargó una antología personal de la literatura chilena: mis páginas preferidas, en verso y en prosa, y mis comentarios personales sobre ellas. Hice algunos apuntes, conversamos del tema muchas veces, y José Luis Martínez se apartó después de sus tareas de editor y se encerró en sus libracos.
Tengo otros recuerdos de escritores de México, pero quizá me debería quedar en estas breves líneas. Después entraré en los torbellinos feriales y trataré de sobrevivir. La fama es una plebeyez, declaró Fernando Pessoa, el portugués, uno de los grandes poetas del siglo XX. Y la condición de vendedor de libros al por mayor es poco interesante. Carlos Fuentes, en cambio, de quien se habla mucho en el México de estos días, era un hombre de letras en un sentido elevado, superior. Escribía novelas provocativas, que desafiaban la pacienciadel lector ordinario, y tenía un pensamiento, una capacidad de análisis de lo literario, que abrían camino. Como José Luis Martínez, tuvo una relación con lo chileno constante y apasionada. José Luis, por sus numerosos viajes. Carlos, por sus años de adolescencia en Santiago, por sus amistades chilenas de todas las generaciones, por su paso final entre nosotros. Son los misterios, los vasos comunicantes de la literatura.  

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