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Rebeliones comparadas

Rebeliones comparadas
por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 12 de Agosto de 2011 
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/08/12/rebeliones-comparadas.asp
De repente, en medio del caceroleo y de las fogatas que aparecieron frente a mi casa del cerro Santa Lucía, me acordé del movimiento de mayo de 1968 en París. Aquí era el final desordenado de una larga jornada de protesta. Las orejas del lumpen, de la furia desatada contra las instalaciones urbanas, asomaban por las cuatro esquinas. 
En París me acuerdo más bien de los asombrosos comienzos. Maritza Gligo, Carlos Fuentes y yo nos habíamos encontrado por casualidad, en un atardecer de primavera, en las mesas del café de La Coupole, con Lucien Goldmann, sociólogo de la literatura y personaje emblemático de la izquierda intelectual de aquellos años. Conversábamos con gran animación y nuestro vecino de mesa, que examinaba y anotaba gruesos libracos, paraba la oreja y nos escuchaba. En una de esas, movido por la más ingenua y directa de las curiosidades, nos interpeló. Después nos habló de un gran movimiento estudiantil que había brotado en California, en la Universidad de Berkeley, y que después se había extendido a Italia. Nos contó que su amigo, el filósofo Herbert Marcuse, le escribía largas cartas sobre el tema. Era, aseguraba, un poderoso movimiento de contestación, de puesta en duda de los dogmas académicos, de crítica irreverente y generalizada. Su amigo Marcuse lo observaba con optimismo, con esperanzas, y él mismo, conocido autor de unaSociología de la novela, se había contagiado.
Yo vivía entonces a la vuelta de La Coupole, en la calle Boissonade, al lado de talleres de pintura que habían sido ocupados por gente como Man Ray, como Giacometti, como muchos otros. Los viejos artistas ya habían sido reemplazados por una generación nueva, por pintores como Antonio Saura, Monory, Télémaque. Había un aire nuevo en la atmósfera, algo así como una segunda vanguardia. Una tarde salí al bulevar de Montparnasse y me encontré con que mayo del 68 había comenzado. La tarde anterior había respirado gases lacrimógenos lejanos en una estación de Metro del Barrio Latino. Ahora encontraba multitudes de estudiantes en la calle, acompañados de cerca por personajes marginales: un gimnasta con traje a rayas y bigotes a lo Aduanero Rousseau, algunos personajes de la noche que andaban despiertos, con los ojos desmesuradamente abiertos, en el atardecer, el profesor Goldmann, con su eterna tenida gris oscuro, husmeando a la multitud y satisfecho de comprobar en el terreno, en el asfalto del bulevar, las teorías suyas y de su amigo Marcuse.
Las manifestaciones del Chile de ahora son menos imaginativas, más obcecadas, hasta cierto punto más serias. Nadie ha inventado una fórmula tan concisa y provocativa como “Prohibido prohibir”. Nadie ha dicho: seamos realistas, pidamos lo imposible. Los estudiantes chilenos parten de un principio que parece sagrado, pero que quizá se podría discutir: el rechazo del lucro en la educación en cualquiera de sus formas. Nosotros, en los últimos veinte años, hemos multiplicado el acceso a la educación, pero es probable que en esta etapa, con el respaldo de una economía más sólida, podamos acercarnos al ideal de una educación pública, de calidad y en muchos casos sin el menor lucro. 
Mi generación se educó en colegios y universidades gratuitas, pero la paradoja consiste en que éramos una minoría y en que habríamos podido pagar nuestros estudios. ¿Basta ahora con pedir a gritos, en marchas interminables, educación gratuita para todos, y no admitir soluciones mixtas, prácticas, que admiten liceos y universidades de excelencia, pagados, pero con porcentajes importantes de estudiantes becados?
Mayo del 68 tenía un lado de Federico Nietzsche y otro de Jean Arthur Rimbaud. Se había exigido durante largas décadas, desde casi un siglo, desde los años de la Comuna de París, el cambio de la sociedad, y ahora se pedía el cambio del sistema y el cambio de la vida. Debajo de los adoquines de París estaba la playa, debajo de las pesadas y grises instalaciones urbanas, la naturaleza. Las aspiraciones de ahora son diferentes, probablemente más pedestres. Pero existe la obligación, aparte de la necesidad, de entenderlas y en lo posible de atenderlas. Si damos comienzo a un cambio histórico, si conseguimos que los factores de educación y de cultura se integren a nuestro tangible desarrollo, habremos tomado una decisión fundamental y que será recordada por las generaciones futuras. En cambio, si respondemos a propuestas intransigentes con respuestas poco generosas y poco pensadas, iremos por mal camino.
Hasta aquí, me parece que el discurso del nuevo ministro de Educación, Felipe Bulnes, es interesante, reflexivo, de una apertura de espíritu poco frecuente entre nosotros, trátese de tirios o de troyanos. Y nos gustaría mucho que aparezca en el horizonte nacional un estudiante que proteste, pero que no haya congelado sus estudios, que no se haya convertido en un manifestante profesional. No es una aspiración abusiva. Los estudiantes italianos, alemanes, franceses, los de la primavera del 68, no dejaron de leer a Herbert Marcuse, a Jean-Paul Sartre, a Walter Benjamin, a Martin Heidegger. Algunos compañeros míos de la década de los cincuenta salían a la calle, durante las huelgas de la movilización colectiva, con cartapacios llenos de libros de Heidegger, de César Vallejo, de Pablo Neruda, y con gruesas piedras recogidas en el Parque Forestal y destinadas a pulverizar las vidrieras de los autobuses. Lo he visto con mis propios ojos. Los libros solían ganar la batalla; las piedras abollaban las carrocerías de algunas micros, pero se olvidaban al día siguiente.
Escucho ahora las protestas con la mayor atención, leo las peticiones, estudio las réplicas oficiales y las que siguen caminos paralelos, pero me molesta la obstinación, y confieso que me disgusta, por razones estéticas y éticas, la majadería. Hay que tratar de convencer, y no de imponerse a golpes, aun cuando existan los golpes de advertencia y cumplan a veces una función necesaria

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