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No cualquiera...‏


La complicación enturbia la mirada,
en cambio la complejidad la enriquece,
le escuché una vez decir
en un programa de televisión
a Claudio DiGirólamo.

Lo traigo a colación pensando
en la hora actual y el vacío de liderazgo.

No es fácil liderar,
tener la necesaria valentía y sabiduría;
es más fácil ser cabecilla de una turba
que saber llevar a un pueblo
por caminos de paz y prosperidad.

Y como casi con todo lo relevante de este mundo,
se requiere de virtudes que en cierto sentido se contraponen,
desenvolviéndose entre dos polos o almas contradictorias.

El (o la) líder es alguien con un 'gen identitario'
y en cierto sentido, también, es un 'producto'
de la sociedad en la que está inserto.

Pero esta individualidad, ciertamente especial,
no lo lleva a transformarse en alquien individualista
por el contrario, pone su talento al servicio
de un grupo, organización, comunidad, país o civilización.
Alguien cuyas capacidades se vuelcan para conducir a otros.

Al verdadero líder no sólo no le preocupa
que alguien más le haga sombra,
por el contrario, se rodea de los y las más capaces,
pero no con el objetivo de aplastar al adversario;
más que vencerlo le interesa convencerlo.

Si no logra persuadir a todos
acerca del mejor camino a seguir,
igual, llegado el momento,
adopta lo que a su juicio
considera como la mejor decisión,
asumiendo las consecuencias de ella,
velando siempre por la unidad
y pensando en los más frágiles y desposeídos
por sobre el interés de grupos de poder o influencia.

Sin distinción de género o condición,
entre sus características
ciertamente se requiere
que sea honesto y visionario,
que posea la necesaria lucidez
para visualizar los nuevos escenarios.

Que esté lo suficientemente enfocado
para distinguir lo relevante de lo intrascendente.
Que no olvide que los argumentos se fundamentan
en una coherencia interna y se cotejan con la experiencia.

Que los eslóganes y las consignas atractivas
se analizan en su justo mérito y se las pondera
en el contexto de procesos complejos,
que se proyectan en su mayoría más allá del corto plazo
y no se agotan en la coyuntura circunstancial.

La verdad rara vez es pura, y nunca simple, decía Wilde.

Debe distinguir lo relevante de lo intrascendente
y a la vez percatarse de los detalles que pueden llegar
a revelarse como importantes o determinantes.

Un líder no puede dejarse llevar siempre por lo urgente
desplazando sistemáticamente lo que a la larga es más importante.

Es central que tenga capacidad de escuchar,
pero no a la manera de las encuestas y los focus group,
orientados a buscar como agradar al público
-que muchas veces no sabe lo que de verdad quiere-
o sólo, comprensiblemente piensa en la conveniencia personal,
o al menos que lo entretengan para sacarlo de su aburrimiento existencial.

Es por ello que la imaginación es más importante que el conocimiento,
porque vislumbra soluciones en la multitud de patrones y datos.

Se nos olvida que la vida es lo suficientemente extraña
en un universo del todo improbable, en el que la
creatividad es la respuesta que pretende sacarle el jugo
al potencial en juego, alcanzando niveles aceptables de delirio.

No olvidemos que los seres humanos
no nos movemos solamente entre "realidades",
sino que movidos por sueños
y atemorizados por pesadillas.

Y, como le escuché a Claudio Bunster:
los sueños no sólo son delirantes, tienen que serlo.

Así es la aventura de la vida,
algo más que la administración de nichos de mercado.
Si nos conformamos con eso, iremos más temprano
que tarde al cementerio de la historia
y con los mayores costos posibles e imposibles.

Para eso está el líder, para olvidarse de sí mismo
y poner su generosidad y capacidad visionaria
al servicio de la comunidad o país al que se debe.

Dándose el necesario tiempo de reflexión, para dar cabida
a la decisión que de acuerdo a cada circunstancia y contexto
tendrá en su justa ponderación los ingredientes de sensatez y audacia,
de síntesis e imaginación, de conocimiento y valentía,
para encontrar los caminos de solución a los conflictos
que no terminen siendo, el germen de quiebres aún mayores.

Un servidor público no se preocupa
lo que dirán mañana los historiadores.
Sabe que él no es esa inimaginable conjunción de corrientes,
una infinidad de torbellinos que convergen para dar curso a la historia,
sino que su papel puede con determinados gestos y cruciales decisiones,
contribuir a encauzar, bien o mal aquella energía vital.

La motivación es servir, no perpetuarse.
Sabe que es más que un simple buen administrador
pero infinitamente menos que el señor o dueño de la historia.

La función de la autoridad
no es agradar sino hacerse respetar,
y no sólo por la investidura
sino por la entrega, la lealtad,
por la austeridad y su capacidad.

El pretender darle el gusto a todo el mundo
es el camino empedrado al fracaso seguro.

Liderazgo, como el de Prat
que no se atemoriza
ni se rinde ante la desigualdad,
sino que anima a sus subalternos
con una expresión de afecto inolvidable
con el que comienza su arenga,
confirmando la fidelidad
a la misión que le ha sido encomendada
y asegurando que faltando él
los que lo secundan sabrán cumplir con su deber.

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