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Despedida en París de Raúl Ruiz



por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 26 de Agosto de 2011
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/08/26/despedida-de-raul-ruiz.asp

Fueron horas de conmoción, de fuerte emoción, de sorpresa trágica.
Raúl Ruiz pertenecía desde hace muchos años al paisaje de la cultura,
del arte, del cine, en Francia, en otros países de Europa, en América
Latina y en Chile. Era uno de nuestros chilenos universales. En los
últimos años había mostrado un interés nuevo por las historias
criollas, por el campo chileno y sus personajes, sus fantasmas, sus
leyendas. Parecía que había hecho una relectura creativa, inventiva,
libre, de la literatura criollista. Los críticos de acá y de otros
lados encontraban en la fantasía del cine de Raúl Ruiz una expresión
diferente, original, no programada, de lo que se ha llamado realismo
mágico en nuestra novela. Son términos algo imprecisos, contaminados
por las modas, que sirven de algo y que también sirven para
desorientar. Ruiz era el primero en reírse de estas definiciones
profesorales, de estas aproximaciones. A la vez, fue de los pocos
artistas chilenos que se interesaron en serio en creadores como
Alberto Blest Gana, como Baldomero Lillo y Federico Gana, como el
músico Alfonso Leng. Le daba vuelta a lo chileno, lo revisaba y
recreaba a la distancia y con afecto, y por ese camino desembocaba en
lo universal, sin insistencia y sin populismo.

La ceremonia fúnebre en la iglesia de Saint Paul de París, en el
centro del barrio emblemático del Marais, tuvo un estilo particular,
algo de película ruiziana con toques de Luis Buñuel. Por los
personajes, por el edificio mismo, por su fachada cubierta de
andamios, frente a la cual pasaba un camión municipal y los asistentes
se apegaban a los lados para que los escobillones de limpieza mecánica
no los pasaran a llevar. El ministro francés de Cultura, Fredéric
Mitterrand, estaba en la primera fila de la iglesia, junto al
representante del alcalde de París. Detrás se colocó un grupo de
actrices dolientes, con anteojos oscuros y ojos hinchados de llorar:
Catherine Deneuve, la primera, su hija Chiara Mastroianni y, entre
otras, Marisa Paredes, una de las grandes artistas del cine español
actual, que había viajado en la mañana desde Madrid para estar
presente en la ceremonia. Al otro lado, con la separación del ataúd,
estaba Valeria Sarmiento y el grupo de los amigos más íntimos.
Dominaba por completo, en forma impresionante, un aire de tristeza
auténtica, profunda. Los que no se habían visto en las últimas horas,
las de antes y después, se reconocían y se abrazaban largamente. El
órgano de la iglesia daba la impresión de ensayar en forma tímida,
avanzando algunos compases y dejándolos en suspenso, un fragmento del
Requiem de Gabriel Fauré. Y el oficiante, un sacerdote joven de origen
africano, entonaba los responsos con buen oído y desarrollaba la
lectura de los textos sagrados con inteligencia, dándoles sentido y
acompañándolo todo con una gestualidad sobria, comunicativa. La
nutrida concurrencia, que había terminado por ocupar hasta el último
banco de la nave central, no seguía el ritual con la experiencia
suficiente, salvo excepciones, pero la comunicación, el efecto
esencial y de fondo, eran completos. Las palabras, que habrían sido
rutinarias en otro contexto, aquí adquirían fuerza, significaban algo.
Paulo Branco, productor portugués de muchas de las películas de Raúl
Ruiz, viejo admirador y amigo suyo, habló en forma personal desde el
altar. Algunos creyeron que era un hermano suyo, no se sabía si mayor
o menor, y es posible que la intensa comunicación entre ambos, a lo
largo de jornadas interminables, haya producido hasta un parecido
físico. Se sabe que Paulo Branco, apasionado del cine, fanático de los
caballos de raza, intervenía en la narración fílmica, sugería cambios,
se identificaba con el director, pero también se intercambiaba con él
en alguna medida. Sus palabras desde el altar, tranquilas, algo
lentas, articuladas en un francés de calidad, se intercalaron en las
honras fúnebres con naturalidad. Fue, en resumen, una ceremonia de
gran elegancia, una construcción estética, como si Raúl Ruiz le
hubiera puesto algunos toques y la hubiera en parte dirigido desde el
otro lado.

Lo más notable quizá fue la salida, demorada, subrayada por un tumulto
afectuoso, con abrazos renovados, lagrimones, una que otra
reconciliación, bajo un sol que había escaseado en días anteriores,
todo seguido de un aplauso entusiasta, unánime, imitado por alguna
gente que pasaba por la calle, que había salido de compras, cuando el
ataúd fue colocado en el furgón de la empresa funeraria. Crucé algunas
palabras con el ministro de Cultura, que se había quedado a la
intemperie y no se decidía a retirarse, y le dije que tenía dificultad
para encontrar traducciones francesas de Vicente Huidobro y
mandárselas. Le había hablado del asunto en una ocasión anterior: de
la calidad de esa poesía y de la gran pasión francófona del poeta, que
intentó en una etapa de su vida escribir en francés y que había sido
compañero, amigo, mentor, de muchos de los grandes personajes de la
vanguardia de este país, desde nombres ya legendarios como Guillaume
Apollinaire, Max Jacob, Tristan Tzara, Juan Gris. El ministro, hombre
relacionado con el cine, de visión moderna, me dijo ahora, con
insistencia, se diría que fuera de protocolo, que le mandara los
libros en castellano. Entretanto, me preguntaba, para mis adentros, si
a Vicente Huidobro no le había faltado ese elemento criollo
recuperado, ese regreso a las fuentes, esa relectura libre que había
practicado Raúl Ruiz. Me lo preguntaba y no alcanzaba a tener una
respuesta, aun cuando en Ultimos poemas, en obras como Monumento al
mar, visionarias y a la vez locales, cartageninas, quizá se encontrara
una clave. Es decir, el regreso del poeta, del artista, a su región
original, a su punto de partida, podría mirarse e interpretarse, a lo
mejor, como uno de los rasgos constantes del arte chileno: algo propio
de un arte de la distancia, de la memoria remota y del reconocimiento
en la última vuelta del camino.

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