• El jarrón de porcelana
por Roberto Ampuero
Diario El Mercurio, Jueves 25 de Agosto de 2011
Al mirar a Chile estos días,
tengo la angustiante sensación de que esto ya lo viví.
Esto de que un sector cree que la panacea es refundar Chile,
pues ya no vale la pena vivir en él.
Compartí en mi juventud
esa atracción por el cambio radical,
eso de lanzar por la borda
al país imperfecto que teníamos
para construir uno infinitamente mejor.
Nos inspiraba la utopía que en 1989
fue aplastada por los pueblos que la sufrieron.
Los líderes de ese nuevo Chile
terminaron sobrepasados en sus demandas,
catalogados de reformistas.
Lo demás es tragedia conocida.
Dicho esto,
que surge de mi inquietud por lo que veo,
aclaro: es injusto que en un país como este,
jóvenes talentosos y de buenas notas
no puedan ir a la universidad
porque sus padres carecen
de medios para financiarlos.
Necesitamos becas generosas y créditos blandos,
pero no financiar los estudios de quienes cuentan con recursos.
También en educación exijo diversidad:
transparentando su manejo
las universidades públicas,
y el destino de sus utilidades las privadas.
Los jóvenes deben elegir dónde estudiar.
Para muchos es su primera decisión gravitante en la vida.
Lo que no comprendo
es que quienes administraron Chile de 1990 a 2010
afirmen ahora que en el fondo se vieron obligados
a construir algo que no querían.
Pero yo los vi ensalzar
desde La Moneda,
ministerios, embajadas y el Congreso
la excelencia de la transición,
la democracia de los acuerdos,
la estabilidad y solidez institucional,
el paso de Chile a nación desarrollada.
Lo vi. No lo soñé.
Todo líder puede cambiar de opinión,
pero desmarcarse en un instante
de la obra que construyó por 20 años
perjudica la credibilidad en la democracia.
En rigor, el único líder de la Concertación
que se apartó de ella aún en el poder,
pues a su juicio ella se había desvirtuado,
fue Marco Enríquez-Ominami.
Quienes lo crucificaban hasta 2010,
hoy son más críticos de la Concertación que él.
Trato de entender: Acepto, entonces,
que la Concertación armó por 20 años,
muy a su pesar, un Chile ajeno a sus sueños.
Si acepto que ella se desmarque
de las sombras de la transición
que coprotagonizó,
quedo incapacitado
para juzgarla por su pasado.
Y como hoy carece de programa
(está por diseñarse),
tampoco puedo juzgarla
por su propuesta de futuro.
Se me instala así
en el sueño del pibe en política:
criticar descolgada de errores del pasado
y sin enarbolar bandera de futuro.
Al respaldar bajo esa circunstancia
las demandas de la CUT, que son legítimas
aunque apunten a la creación de un Chile
radicalmente nuevo en lo político, social y económico,
entiendo que la Concertación las hace suyas.
Es legítimo que aspire a crear
un país diametralmente opuesto al actual.
En ese caso nos conviene a todos
que ella avance en forma pragmática
en los acuerdos posibles con el Gobierno,
diseñe el programa para ese Chile
radicalmente nuevo,
y ofrezca a la ciudadanía
esa alternativa refundacional
de cara a las próximas elecciones
para Presidente y el Congreso.
Empleando los mecanismos legales existentes,
podremos escoger entre un Chile
que requiere correcciones y uno drásticamente nuevo.
Algunos me sugieren
que disfrute mejor la escritura y las giras
y no opine de política, que se pierden lectores.
Gracias. Antes que escritor, soy ciudadano.
Vi lo mal que nos sucede cuando
la política se va del Congreso a la calle,
y presencié el desplome de sistemas sin parlamento
y manifestaciones siempre multitudinarias.
Mediante acuerdos mayoritarios
construimos en los últimos 21 años
un país próspero y admirado,
pero injusto y perfectible.
No creo que para construir uno mejor
haya que paralizarlo y arrastrarlo
a la ingobernabilidad.
Ya lo tiramos una vez por la borda.
La democracia es un jarrón de porcelana:
se rompe en un segundo
y tarda decenios en ser restaurado.
Las trizaduras quedan para siempre.
• El fin de una época
por Alfredo Joignant
Diario La Segunda, Lunes 22 de Agosto de 2011
Una de las explicaciones más frecuentes
de la conclusión de 20 años de gobiernos
de la Concertación giraba en torno a la idea,
de suyo vaga, de “fin de ciclo”…
como si el “ciclo” hablase por sí solo,
sin necesidad de solicitar precisiones
acerca del significado del tiempo acumulado en él.
Sin embargo, hoy nos enfrentamos a un final
distinto e infinitamente mayor: el de una época.
La época que está concluyendo, prudente y timorata,
estaba hecha no de consensos sociales sobre el “modelo” chileno
(neoliberal para algunos, humanizado para otros),
sino de acuerdos políticos forzados por la derecha
y sancionados por las élites de todos los partidos,
inicialmente bajo amenazas de uso de la fuerza
y, hacia finales de los 90,
en base a un acomodo concertacionista:
era el tiempo de reformas lentas,
graduales y acumulativas a un modelo de sociedad
en donde la seguridad, la promoción individual
y el bienestar se jugaban casi exclusivamente en el mercado.
Lo que hoy se observa, cómo no verlo,
es la conclusión ideológica de esta época,
que es lo que se refleja en distintas quejas y demandas:
en la crítica al lucro (hoy en educación y mañana en salud),
en un ensordecedor reclamo por lo público
aparentemente entendido como espacio común e igualitario,
en reivindicaciones de mayores protecciones y regulaciones estatales
como antídoto ante los abusos del mercado, en mucho descontento
y hasta en formas de rabia popular en contra de las élites.
Seamos claros: se trata de una agenda reivindicativa
que no fue instalada por la izquierda política,
sino por una izquierda social que desborda
a comunistas, socialistas y pepedés,
y que deja en la perplejidad
a una derecha gubernamental desfondada,
y por primera vez en retroceso ideológico.
Es este retroceso
(eso que la política llama “correr el cerco”)
el que es resentido por Büchi y por Novoa,
pero también por ese “foro republicano”
en gestación mimética de los tea party,
quienes alegan por gobernar con ideas propias.
Al poco tiempo de haber debutado
la nueva forma de gobernar
de la cual ya nadie habla,
arriesgué —en un programa de televisión—
la frase algo grandilocuente
“la derrota nos hizo libres”
(a la centroizquierda),
en la que persisto y firmo.
Durante años se pensó en la Concertación
que el plebiscito no era pensable,
y resulta que hoy se torna
en mecanismo razonable y exigible.
Por años ni siquiera se imaginó
la posibilidad de una reforma tributaria,
y ocurre que actualmente se trata
de un tema que hasta
la derecha gubernamental no lo descarta.
En materia educacional,
la desmunicipalización era,
literalmente, inconcebible,
y sucede que nos encontramos
ad portas de legislar sobre ella.
En cuanto al lucro en universidades,
asistiremos en poco tiempo más
a ventas de casas de estudio
por haber dejado de ser un negocio,
a lo que se sumará la difusión
de un estigma moral
sobre los establecimientos particulares
subvencionados que no reinvierten
sus utilidades en un proyecto educativo.
Pese a quien le pese,
e independientemente del lugar
en el que se encuentre
la frontera de lo erróneo y lo correcto
(surgirá en cualquier caso de la disputa),
es un modelo general el que se encuentra desafiado,
y desde sus cimientos más elementales:
el de la ideología, ese fenómeno social
al que durante tanto tiempo se le hizo el quite
alegando razones “técnicas” para la conformidad.
De nada sirve que los economistas
se afanen en introducir definiciones del realismo
basadas en lo que enseña la disciplina
si no transitan, previamente,
por el camino de la justificación
en términos de justicia redistributiva,
en tiempos en donde dejó de ser evidente
la frontera de lo económicamente posible.
Necesitaremos cada vez menos
a Samuelson o a Rodrik,
o a Sebastián Edwards y a Eduardo Engel,
y cada vez más a Rawls, Sen o Dworkin,
no porque el primer grupo esté equivocado,
sino porque las exigencias de este fin de época
son más normativas que económicas.
En cuanto a los partidos,
ya es hora de que se allanen a incursionar
en el camino de la disputa sobre intereses,
deliberando —si se puede—
y compitiendo genuinamente
por proyectos razonables de sociedad.
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