Un horizonte de sombras
por Hector Soto
Publicado en La Tercera, 20 de agosto de 2011
Donde existían consensos, ahora surgen grietas. Donde el camino estaba más o menos claro, ahora se levantan interrogantes. Donde pedíamos que las instituciones funcionaran, ahora la gran demanda es que dejen de funcionar. Algo raro está pasando en Chile.
La última vez que en Chile la política dejó de funcionar, en 1973, los resultados fueron desastrosos para todos. Hoy se diría que el país no ha llegado a esos extremos, porque al fin y al cabo la economía sigue creciendo, las ciudades funcionan, la gente va y vuelve con normalidad de su trabajo, los malls se llenan como siempre durante los fines de semana. Pero el tablero político se está llenando de malas señales. La decisión de gran parte de los partidos opositores de jugársela por un plebiscito para zanjar los grandes dilemas de la educación amenaza con meter al país en un callejón sin salida en términos institucionales. Y a estas alturas debiera ser ilusorio creer que estos desencuentros van a afectar solo al gobierno -que es lo que los partidarios del plebiscito quieren- y no al país, que en lo que deberían pensar, si no siempre, al menos de vez en cuando.
La forma en que han evolucionado los acontecimientos podría estar dándole la razón a los deterministas que pregonaron que el triunfo de un gobierno de derecha iba hacer ingobernable al país. ¿Por qué? Bueno, porque para muchos solo la centroizquierda puede gobernar; no hay según esta perspectiva nadie más realmente capacitado a la hora de interpretar y contener a la muy mentada "mayoría sociológica" chilena, por desgracia desafiada y contradicha por la mayoría electoral que le dio el triunfo a Piñera.
En el cuadro actual los problemas del país son básicamente dos: liderazgo y respeto a las instituciones.
Un país confundido
La forma en que han evolucionado los acontecimientos podría estar dándole la razón a los deterministas que pregonaron que el triunfo de un gobierno de derecha iba hacer ingobernable al país. ¿Por qué? Bueno, porque para muchos solo la centroizquierda puede gobernar; no hay según esta perspectiva nadie más realmente capacitado a la hora de interpretar y contener a la muy mentada "mayoría sociológica" chilena, por desgracia desafiada y contradicha por la mayoría electoral que le dio el triunfo a Piñera.
En el cuadro actual los problemas del país son básicamente dos: liderazgo y respeto a las instituciones.
Un país confundido
El primer problema es un enorme, tremendo, descomunal vacío liderazgo. De un año a otro pareciera que se extraviaron los mapas, se perdieron las brújulas y se debilitaron los consensos que, desprestigiados y vilipendiados ahora por el maximalismo político emergente, fueron sin embargo los que le permitieron a Chile progresar como nunca antes en su historia durante más de dos décadas. Ahora hemos entrado a una etapa de titubeos, desconfianzas y generalizada confusión.
El Presidente, que sería el primero de los llamados a ejercer el liderazgo, y que algún capital político tuvo, lo perdió en autogoles y leseras y ahora está con problemas de credibilidad incluso para asegurar que Chile es una larga y angosta faja de tierra. Que Piñera, sin embargo, no haya hecho hasta aquí un mal gobierno, al menos en el sentido de haber cometido errores que signifiquen hipotecar parte del futuro, errores de la magnitud digamos de un Transantiago, sirve a estas alturas de poco para mejorar el precario margen de maniobra con que dejó la encuesta CEP, luego de reconocerle sólo 26% de aprobación ciudadana. Con esos niveles de impopularidad, la verdad es que al Presidente le hace la cruza cualquiera.
Tampoco hay otros liderazgos. Los políticos, los partidos, las instituciones, también se están yendo al diablo, en parte por sus propios errores, en parte por el rencor que ahora ha surgido contra las elites. Chile está lejos de tener la peor clase política del hemisferio. Al contrario: lo más probable es que tengamos una de las mejores de la región. Pero la idea de que se vayan todos de una vez y para siempre, sin preguntar ni por asomo sobre quiénes podrían venir, seduce a una parte muy importante de la población. No sólo eso: para la tele y la sobremesa nacional, en términos de liderazgo hoy valen más los 770 votos que sacó Camila Vallejo en las melancólicas elecciones de la Fech que los 60 u 80 mil sufragios que pueda haber obtenido un senador. Ella lleva triunfalmente los suyos; los parlamentarios, en cambio, parecieran cargarlos como un baldón, porque el binominal está en entredicho y esos votos valen menos.
Un país sobrepasado
El Presidente, que sería el primero de los llamados a ejercer el liderazgo, y que algún capital político tuvo, lo perdió en autogoles y leseras y ahora está con problemas de credibilidad incluso para asegurar que Chile es una larga y angosta faja de tierra. Que Piñera, sin embargo, no haya hecho hasta aquí un mal gobierno, al menos en el sentido de haber cometido errores que signifiquen hipotecar parte del futuro, errores de la magnitud digamos de un Transantiago, sirve a estas alturas de poco para mejorar el precario margen de maniobra con que dejó la encuesta CEP, luego de reconocerle sólo 26% de aprobación ciudadana. Con esos niveles de impopularidad, la verdad es que al Presidente le hace la cruza cualquiera.
Tampoco hay otros liderazgos. Los políticos, los partidos, las instituciones, también se están yendo al diablo, en parte por sus propios errores, en parte por el rencor que ahora ha surgido contra las elites. Chile está lejos de tener la peor clase política del hemisferio. Al contrario: lo más probable es que tengamos una de las mejores de la región. Pero la idea de que se vayan todos de una vez y para siempre, sin preguntar ni por asomo sobre quiénes podrían venir, seduce a una parte muy importante de la población. No sólo eso: para la tele y la sobremesa nacional, en términos de liderazgo hoy valen más los 770 votos que sacó Camila Vallejo en las melancólicas elecciones de la Fech que los 60 u 80 mil sufragios que pueda haber obtenido un senador. Ella lleva triunfalmente los suyos; los parlamentarios, en cambio, parecieran cargarlos como un baldón, porque el binominal está en entredicho y esos votos valen menos.
Un país sobrepasado
El segundo problema es de fair play. La democracia es un sistema que para funcionar supone algún grado de convicción interior y compromiso moral. El sistema ciertamente no resiste si a la primera crisis el llamado de la oposición es a desconocer las reglas del juego. La exhortación a un plebiscito tiene mucho de eso. El argumento en que se sustenta ese llamado insiste mucho en la supuesta ilegitimidad de origen de la actual Constitución, desconociendo el hecho de haber sido replebiscitada en 1989 y reformada varias veces desde entonces. Personalmente no tengo memoria de algún período en la historia de Chile en que la izquierda haya estado conforme con la Constitución. Las ha ninguneado todas y de manera sistemática, sin perjuicio -claro- de invocar sus instituciones cada vez que creyó que podía verse favorecida. Maquiavelismo de bajo presupuesto: bien en las maduras, mal en las duras.
Ya era hora
Ya era hora
Como vienen semanas complicadas, es prematuro anticipar qué va a quedar en pie y que será arrasado una vez que se decante el polvo levantado por el conflicto estudiantil. Las posiciones todavía continúan muy distantes, pero hay que reconocer que fue un avance que esta semana los dirigentes estudiantiles fueran al Parlamento, a una sesión de la comisión de Educación del Senado, no a marchar, no a protestar, no a organizar batucadas, sino a exponer, a hablar, a preguntar y a responder. Ya era hora. Lo que se vio ahí puede ser descorazonador para la sensatez política y no habla muy bien de la autonomía e independencia de juicio de la clase política, pero fue al menos un ejercicio de civilidad que hacía falta.
Los países se pueden echar a perder de muchas maneras. Por la corrupción, por el autoritarismo, por la demagogia, por la miopía, por el dogmatismo, por la pequeñez. Nunca faltan. Pero la experiencia dice que no hay camino más seguro a los incendios que el gusto de jugar con fuego.
Los países se pueden echar a perder de muchas maneras. Por la corrupción, por el autoritarismo, por la demagogia, por la miopía, por el dogmatismo, por la pequeñez. Nunca faltan. Pero la experiencia dice que no hay camino más seguro a los incendios que el gusto de jugar con fuego.
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