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Partículas de Ruiz


Partículas de Ruiz
por Antonio Martínez
Diario El Mercurio, Wikén, viernes 26 de agosto de 2011
http://diario.elmercurio.com/2011/08/26/wiken/lascriticas/noticias/5767AE24-59E3-4DA0-9224-7270D278A6F2.htm?id={5767AE24-59E3-4DA0-9224-7270D278A6F2}

Los homenajes siguen frente a la muerte de Raúl Ruiz. El crítico de
Wikén Antonio Martínez revisa el impresionante cuerpo de trabajo del
cineasta y da luces sobre cómo entender las películas que filmó con
los códigos de un cine personal, onírico y plagado de un humor
chilenamente absurdo o absurdamente chileno. Competidor en Cannes,
director de Catherine Deneuve, autor de más de 120 títulos, este es el
ruiziano universo que nos deja su partida.

El Festival de Cine de Cannes, cuando llegó a los 60 años el 2007, les
pidió a 36 directores una película de tres minutos, para celebrar la
emoción del cine en una sala oscura.

Tuvo un título largo y rebuscado, "A cada cual su cine o Ese pequeño
golpe al corazón cuando la luz se apaga y comienza la película", y
entre Roman Polanski, Wong Kar Wai, los hermanos Coen y Dardenne,
Nanni Moretti, Gus van Sant o David Lynch, y sin orden alfabético y
tampoco por aparición, tan sólo como uno más, estaba el director
nacido en Puerto Montt en 1941, Raúl Ruiz, el único chileno entre
tanto famoso, tranquilo el hombre.

En su película, "El regalo", un viejo cinéfilo le cuenta una historia
a su sobrina antropóloga.

En Atacama, Chile, cerca de la frontera, los indios coya, que silban
en vez de hablar, recibieron dos regalos de parte del obispo: un
proyector de 16 milímetros y una radio. No abrieron las cajas, el
proyector lo desarmaron y quemaron la radio. Después de dos años
cambiaron las cosas: reconstruyeron el proyector con piezas de madera
e hicieron una radio gigante, marca Philco. En la radio Templo
exhibieron una película: "Casablanca", con Ingrid Bergman.

Después de la proyección, el cinéfilo perdió la vista y se hizo ateo,
todo al mismo tiempo.

Una historia distinta es la de "El techo de la ballena", que Ruiz
dirigió en 1981, hace ya 30 años. La película fue producida y filmada
en Holanda, con un protagonista de esa nacionalidad y su personaje
también es un antropólogo. Su campo de estudio es la Patagonia chilena
y los últimos indígenas de una etnia desaparecida, que poseen una rara
particularidad: su idioma contiene una sola palabra.

Y una tercera historia, por fin, está en las respuestas que dejó Raúl
Ruiz en una entrevista de otra época, el 2004, durante el Festival de
Cine de Rotterdam.

El director relata lo siguiente: un grupo de campesinos emigrantes
llegaron desde Argentina y se autoproclamaron indios coya, porque
sabían que el gobierno chileno daba subvenciones. En dos meses crearon
bailes, mitos y canciones, pero un antropólogo los descubre porque no
tienen idioma. Y etnia sin idioma no vale.

-Indios inventados por uno -dice Ruiz, que amplifica las historias
como sólo él sabía hacerlo. Y por eso después de escucharlo en
entrevistas o conferencias, la palabra que quedaba y se repetía era
una sola: genial.

Un renacentista culto es decir poca cosa. Un renacentista culto y
mentiroso es más justo, porque inventa a la pasada, conecta al vuelo,
relaciona como malo de la cabeza, tiene cuento y memoria, y en vez de
armar, no hay nada mejor que desarmar y armar de nuevo. Como buen
indio coya.

Aunque los autores sean Robert Louis Stevenson, Marcel Proust,
Federico Gana, Pedro Calderón de la Barca, Hernán del Solar, Dante
Alighieri o Enrique Lafourcade.

Alguien sin límites para narrar, inventar, contar historias y dar
vuelta el envase, porque las cosas se fragmentan, duplican y
desarticulan, y en algún punto, entonces, el universo se chileniza. Y
hasta ahí no más llegamos.

Por eso, entonces, guiones que caminan solos e ideas que flotan.
Porque después de un punto, contar historias no tiene fin y a la de
los indios coya, cómo no, todavía le queda un resto.

Raúl Ruiz, en esa entrevista de 2004 en Holanda, le contó al
periodista que en Chile existen academias e institutos que ofrecen
cursos rápidos para transformarse en indio en un par de semanas, con
el fin de postular a las subvenciones que entrega el gobierno. Algo
equivalente a los "atajos" españoles del Siglo XVII: cómo llegar a ser
santo en quince días. O a los libros norteamericanos actuales: cómo
convertirse en millonario en un mes.

-En cada época queremos otra cosa -le señala el entrevistador de Rotterdam.

-Esa es una gran verdad. Pero yo quiero la otra cosa y también lo mismo.

La otra cosa y lo mismo: dos hígados, por ejemplo.

Hace poco más de un año, después del trasplante y desde Lisboa, Raúl
Ruiz contó que le mandaron dos órganos chilenos, ambos con poco uso,
sobre todo el que venía de un evangélico. Aunque el otro, de un Opus
Dei, igual se paraba solo. No sabía cuál le habían instalado.

Después de esa historia surgieron otras en forma de cartas al director
o la opinión de médicos rigurosos, que aseguraron que en Chile, a la
hora de trasplantar, nadie se salta a nadie y todo el mundo espera
ordenado. El país puede ser desigual e injusto en todo lo demás, pero
no en esto.

La directora Valeria Sarmiento, su esposa desde 1969, la montajista de
más de 40 de sus películas y siempre una compañera leal, debió aclarar
que el donante era portugués.

Joaquín Edwards Bello y Raúl Ruiz, en distintas épocas, se enfrentaron
contra un concepto poderoso y transversal, profundamente adherido al
alma chilena: lo latero.

Raúl Ruiz lo resistió con ahínco y compromiso, y la bandera del humor
nunca la arrió pese a todas las circunstancias.

Quizás eso le subrayó otro rasgo, tan raro de encontrar en alguien de
su profesión, pero era un director relajado.

Es decir, si la vida no se le fue antes, no se le iba a ir ahora,
cuando un proyecto se frustraba, flaqueaba la caja chica o una actriz
se enfermaba.

Ruiz filmó con todos los sistemas de producción, en distintos formatos
y tal cantidad de documentales y películas -122 títulos entre cortos,
largos y miniseries- que su obra rebasa los límites de la exhibición
comercial e incluso más: de la exhibición, simplemente.

El director jamás reclamó, al menos en público, por la mala
distribución de su obra en las salas o en televisión, porque para Ruiz
el público era un eco lejano y quizás querido, pero totalmente
irrelevante, en número y taquilla, a la hora de hacer su trabajo:
filmar y seguir filmando.

Cuando se exhibió su serie "La recta provincia" por TVN en septiembre
de 2007, se levantó una cierta discusión porque sus cuatro capítulos
no iban en horario prime, sino a las 23 y algo y, en la práctica,
partieron casi a la medianoche.

Una discusión inútil y ociosa, porque lo de Ruiz, claro, nunca fue un
problema de público ni de horario.

En este caso, es algo que quizás estaba escrito. Pero sus películas,
desde el comienzo, fueron difíciles ya no de ver, sino de encontrar.

Su primer cortometraje, "La maleta" (1963), estuvo perdido 35 años.
Apareció en 2007 y por casualidad.

"Palomita blanca" se filmó en 1973 y recién se estrenó en noviembre de 1992.

La conclusión es que ninguna película está terminada: una historia
lleva a la otra, en la filmación se arregla el guión y las cosas
suceden a partir de una imagen.

Por ejemplo, ahí está la imagen del tiempo de la Unidad Popular y la
revolución socialista. Pero a veces pasan cosas y la historia
principal se va para cualquier lado.

Se rompe, fractura, fragmenta y amplifica. Lo disuelto, perdido y
desaparecido es parte de su obra.

La cuestión central se extravía y vienen sendas laterales, cuestiones
periféricas y caminos intermedios.

Después de la UP vino el laberinto.

Hay que armar todo de nuevo: el proyector, la radio, el idioma, los
mitos, los libros.

Y la narración y sus películas, entonces, se cuentan desde las ramas.

Por decir: ¿con qué sueñan los muertos? Con hacer la revolución.
Entonces no se filma la revolución, para qué, ya pasó la vieja. Ahora
se filma el sueño.

Los fantasmas siempre tienen un espacio en el cine de Ruiz y más si
son chilenos de corazón.

¿Por qué hacer las cosas fáciles -se preguntó alguna vez- si se pueden
hacer complicadas?

Por eso "Misterios de Lisboa", su penúltima y premiada película, se
exhibe con 256, 266 y 272 minutos, según el país. En todo caso, una
obra colosal y posiblemente el horror para cualquier exhibidor local y
comercial: 4 horas y media de puro Ruiz.

El director, alguna vez, dijo que por medio del cine buscaba una
emoción nueva, algo que no está en los libros ni en la música, sino
algo propio del cine, quizás una especie de jardín privado y secreto.

Es el cuento de por dónde han ido los pocos sabios que en el mundo han
sido. Y daba la impresión que había encontrado el camino y el jardín,
siempre con el cine de autor y con eso filmar y seguir filmando.

Una historia, dos historias, muchas historias en una, como ese idioma
que cabía en una sola palabra: Chile, por decir algo.

De lo chileno e infinitesimal, hasta lo que es cósmico.

De lo chileno menguante hasta el otro extremo del universo. Con boleto
de ida eso sí, porque la vuelta siempre será más difícil, ardua y
complicada.

A veces imprevista, como ahora: pasó de repente y ocurrió en París.

Raúl Ruiz, director de cine, murió a los 70 años.

Y ese mismo día, prácticamente, se volvió a vivir a Chile.

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