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Amanece, lentamente.


Poco a poco el día se despereza.

Se escucha el canto del chincol,
y el melodioso trinar del chercán.

Una pareja de canasteros
salen alternadamente 
de ese entramado de espinos
que constituye su nido,
al cual le están dando,
al parecer, los toques finales
de la decoración interior
a juzgar por el material vegetal
de carácter blando 
que llevan en sus picos.

Es una joya el canastero,
con su cola larga como de fiesta
con un hermoso terracota en la base
que se extiende a un elegante marrón
hacia el extremo.

El sol aparece por la cordillera todavía nevada
iluminando con una suave luz el flanco oriente 
de la majestuosa cumbre del Manquehue.

Se escuchan las campanadas 
de la abadía benedictina anunciando 
y llamando a la eucaristía matinal.

Comienza el incesante tráfago citadino
por la base de este cerro isla
que termina casi ahogando
el canto de los pájaros.

Unas tórtolas pasan fugaces
a nivel de alguna cota imaginaria
de este monte, mientras un poco 
más alto y en dirección contraria
se desplaza con acompasado ritmo
un tiuque que completa la mañana.

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