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Quo vadis, Velasco?‏..........¿Adónde va?



por Carlos Peña
Diario El Mercurio, Domingo 18 de Noviembre de 2012


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Nunca vayas a una elección si no sabes que vas a ganar, o si no tienes una buena razón para perder.
Esa fue una de las enseñanzas que, según cuenta en sus memorias, aprendió tempranamente Clinton. Suena sensato. Si un político cree que va a ganar, la razón para presentarse es obvia. Pero si sabe que va a perder, ¿por qué haría esfuerzos para competir?
Es el enigma que presenta la candidatura de Andrés Velasco. ¿Qué la mueve? Si él imaginara con imparcialidad el día siguiente de la próxima elección presidencial –es un hombre inteligente y ya pasó esa edad en la que la gente logra levantarse por las mañanas alimentándose de ilusiones-, debiera ver una derrota indudable, un escenario en el que se habrán despilfarrado votos, tiempo, y dinero. ¿Por qué compite entonces?
Hay varias explicaciones posibles.
La más obvia es el narcicismo, ese espejo desgraciado que somete a los seres humanos a distorsionar la realidad, a verse a sí mismos de cierta manera mientras los demás lo ven de otra radicalmente distinta. Esa asimetría entre la autopercepción y la percepción de los demás –en que incurren quienes se miran en el espejo de feria del narcicismo- pueden inducir a alguien a lanzarse a una carrera creyendo que va a ganar cuando todos los que observan la carrera, y la deciden, saben que va a perder.
¿Es ese el caso de Velasco? Es una posibilidad. Como todo político, Velasco es narcisista. Después de todo, hay que serlo para creer –aunque todos los demás no lo crean- que en él se aloja el secreto para mejorar la vida colectiva.
Otra alternativa es que Andrés Velasco no esté preso de la ilusión de sí mismo, sino que del grupo que lo rodea.
Hay en Chile una generación de personas relativamente jóvenes y relativamente exitosas (no hay nada más relativo que la juventud y que el éxito) que tienen una muy alta conciencia de sí mismos. La mayoría cuenta con posgrados exitosos que, por algún motivo que habría que dilucidar, les hizo creer que poseen un secreto de la vida social que a las demás personas se les escapa. Ellos piensan que si la racionalidad impera en la vida social (si se calcularan bien los costos y beneficios, se dispusiera de datos firmes, y se diseñaran adecuadamente los incentivos), el bienestar estaría a la vuelta de la esquina y muchos de los problemas de la sociedad chilena se resolverían. En su vocabulario abundan las expresiones políticas públicas, incentivos y datos duros. Y el uso de frases como: “hacer bien la pega”, “emparejar la cancha”, y otras semejantes a las que recurren a veces para disimular su falta de imaginación lingüística y otras veces para dar la impresión de llaneza y cercanía.
Es probable que un grupo como ese sea el que haya provisto a Andrés Velasco de la convicción de que lo suyo es posible. De ser así, él estaría incurriendo en una falacia de composición: pensar que la parte con que él se relaciona es representativa del todo.
Y subsiste aún la alternativa de que Andrés Velasco sepa –con certeza absoluta- que no va a ganar ahora, pero crea que puede hacerlo en el futuro, cuando los ideales liberales e igualitarios, esa mezcla rotunda de autonomía y de justicia, se expandan en la ciudadanía. Y es posible que Velasco piense que su esfuerzo en apariencia inútil sea un primer paso para estimular esa conciencia entre los ciudadanos. De ser así, Velasco habría decidido iniciar una gran marcha, como la de Mao, sólo que a favor de la libertad. Pero creer eso equivaldría a incurrir en una falacia, que puede ser llamada la falacia Josefina Errázuriz: pensar que la cultura liberal e igualitaria en una democracia se puede construir sin partidos.
Si la próxima elección presidencial fuera un concurso de talentos, una prueba de inteligencia o una competencia de currículos, de publicaciones indexadas y de libros, no cabe duda de que Andrés Velasco merecería ganar. Pero la política es otra cosa: es más cercana a la inercia de la historia que a la audacia del emprendimiento. Es sobre el poder, acerca de la capacidad de algunas personas para seducir o doblegar la voluntad de los demás, apelando a su memoria o a sus anhelos. 
Y en esto último –no vale la pena ocultarlo-, vaya que le falta.

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