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Matar a César por David Gallagher



Diario El Mercurio, Viernes 16 de Noviembre de 2012 


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Me encontré hace poco, en el campo, en una amena discusión sobre Julio César. No sólo el personaje histórico, sino la obra de teatro que escribió Shakespeare sobre su asesinato. Discutíamos las razones que tuvieron los conspiradores para matarlo, y la relevancia que ha tenido este magnicidio a través de la historia.
En la versión de Shakespeare, los autores de los fatales cuchillazos se convencen de que los propinan para evitar que César se convierta en un monarca. Es el caso de Bruto. Si bien no hay evidencia cierta de que César quiera ser rey, el pueblo lo está pidiendo -razona Bruto-, y no hay duda de que César tiene ambiciones desmedidas; por tanto, mejor matar el huevo de la serpiente monárquica antes de que ésta nazca. Pero otros, como Casio, están motivados también por la envidia. Casio se siente igual o superior a César. Le cuenta a Bruto que una vez César lo desafió a juntos cruzar nadando el turbulento río Tíber, para medir su relativa hombría. Fue César el que no se la pudo: Casio lo tuvo que salvar. ¿Por qué, entonces, es César el que está convertido en un dios? En realidad, las motivaciones de Bruto tampoco parecen tan puras como las que él se atribuye. ¿Será que nadie comete un tan acto tan definitorio por una única razón?
Sea que lo maten por virtud republicana o por envidia, los asesinos de César son políticamente ineptos. Tienen poca sensibilidad por la opinión pública. A pesar de que saben que la turba quería a César como rey, creen que, con César muerto, esa misma turba va a vitorear a la República. Bruto le dirige a la gente un discurso plano, complaciente, que Shakespeare le escribe en prosa, y entonces le da fatalmente la palabra a Marco Antonio, nadie menos que el lugarteniente de César. Marco Antonio sí que es un gran político. Primero, tantea a la turba, para ver cómo reacciona. Él sabe que en la política es arriesgado dictar cátedra. Mejor las comunicaciones interactivas. De a poco, va encendiendo a la gente, empleando al hacerlo todos los recursos retóricos del demagogo, recursos que Shakespeare le otorga en inolvidables versos. Y de repente saca su as: un testamento en que César -profesor de Marco Antonio en populismo- le deja sus bienes al pueblo.
En nombre de la República, los conspiradores han asesinado a quien habría querido ser rey. Pero el caos resultante es aprovechado por Marco Antonio para implantar, justamente, una monarquía, una que César quizás no buscaba. El vuelco lo logra Marco Antonio con su oratoria, su carisma, su manejo de lo que podríamos llamar democracia directa; manejo que Bruto, con su apego a las instituciones, no puede contrarrestar. La escena ilustra magistralmente la delgada línea que separa al asambleísmo de la dictadura.
Tras el asesinato, Casio le predice a Bruto que "la majestuosa escena será actuada una y otra vez a través de los tiempos, en estados que todavía no han nacido y en idiomas hasta ahora desconocidos". Desde luego ha habido magnicidios perpetrados en incontables idiomas, muchos de ellos, aunque no todos, en idiomas derivados del latín. Muchos, como el que comete Casio, han tenido resultados exactamente contrarios a los deseados.
Borges ideó su propia secuela al vaticinio de Casio, deteniéndose en el asombro de César cuando ve que hasta Bruto, su protegido, acaso su hijo, estaba entre los asesinos. "Tú también, Bruto", exclama César famosamente. Dice Borges que "diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): '¡Pero, che!'".
Agrega Borges que muere sin saber que es para que se repita una escena.

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