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Árboles sin nombre por Roberto Merino



Diario Las Últimas Noticias
Lunes 12 de noviembre de 2012

Es sorprendente que haya personas que utilizan la vegetación urbana para objetivos prácticos. El chef Carlos Monge fabricaba mostaza con los yuyos del jardín, y una señora conocida en los años ochenta como La Batucana hacía croquetas con las flores de los acacias.  En uno de sus programas, James Oliver, el empático y televisivo cocinero inglés, salió en una camioneta por las calles de Londres a cosechar hierbas aromáticas que crecían en los sitios eriazos y en los intersticios de los muros.  Hará cincuenta años existía la costumbre de recoger pimienta de árbol en el cerro Santa Lucía.
Me parece que Gabriela Mistral solía estudiar botánica, o que al menos se aprendía los nombres de los árboles y de las plantas.  El uso de tales nombres es frecuente en su poesía.  No es lo mismo decir "árbol" que decir "un ombú": la imagen que irradian ambas frases son levemente distintas.  Sin embargo, los habitantes de las ciudades, en su mayoría, no necesitan para sus movimientos diarios demasiadas informaciones sobre el mundo natural dispersado en las calles y concentrado en los parques.  Podemos pasar una vida sin saber qué árboles son los que se enfilan frente a nuestra ventana.  
Es posible que los árboles urbanos más conocidos sean los plátanos orientales, por estar asociados con las alergias primaverales.  Antes, cuando Santiago era una explanada más bien chata de casas de adobe, las palmeras y las araucarias se hacían notar por su altura.  En las viejas fotos panorámicas de la ciudad siempre se ve por allá lejos una araucaria sobresaliendo de los techos, en lo que parece ser un patio enclaustrado y silencioso.  
Hay que ver cómo los árboles entran fácilmente en la estructura del mito: en el siglo XIX, el Club de la Reforma de Bilbao fue llamado -por fregar- el Club de la Patagua, y este nombre poético y circunstanciado se fue imponiendo con el tiempo, en el entendido de que una reforma corresponde a un bullicio contingente y una patagua a una entidad universal.  Un siglo más tarde, los escritores de la generación del cincuenta solían congregarse bajo un tilo del Parque Forestal.  En sus memorias -tituladas Los círculos morados- Jorge Edwards da pistas sobre un castaño que había en el patio de La Maisonnette en los años treinta: un árbol que parecía generar una zona magnética para los niños del colegio, que tamizaba la luz y que dejaba a veces el suelo dorado por las castañas caídas.
A mí me asombra la gente que es capaz de determinar las especies vegetales y sus edades.  Un primo mío estuvo largo rato, en el verano pasado, explicándome las características de la flora en la esquina de
Carlos Antúnez con Tobalaba, indicando con gestos expansivos los árboles de la franja de parque que bordea el canal San Carlos.  
Me hablaba de la orientación del sol, de las floraciones, de los renovales, de la poda, de la resistencia al clima, en fin, revelaba un mundo donde yo no veía más que formas indistintas.  Todo lo que dijo lo olvidé, pero me quedó cierto vibrado de emoción que se despierta cada vez que vuelvo a pasar por ese lugar, es decir, todos los días.

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