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Notas en torno al Sacramento de la Reconciliación‏




No disimular las propias faltas, porque de ese modo se levanta un muro infranqueable que nos impide acercarnos y tratar familiarmente con nuestro Padre Dios.

La virtud de la penitencia interior, la que se define como aquella por la que nos convertimos a Dios de todo corazón, detestamos profundamente los pecados cometidos y proponemos firmemente la enmienda de las malas costumbres, esperanzados por ello de obtener la misericordia divina.

El catecismo no duda en afirmar que ella constituye la materia misma del sacramento, de tal manera que si no vivimos sinceramente su realidad interior, la del alma, de poco nos serviría cuanto hiciéramos externamente.

La simple acusación de nuestras faltas haría inútil la confesión, si no fuese acompañada de la penitencia interior.

La justificación solamente se alcanza cuando se pide el perdón de los pecados y se le da a Dios el corazón.

La soberbia, el amor propio o la falta de sinceridad, nos impiden reconocer muchas veces, lo mucho de lo que tenemos que arrepentirnos.

La gracia no anula ni destruye la naturaleza. Eso significa que hay que hay que cooperar con ella sin dejar al Señor para que lo haga todo, absolutamente todo, sin contar con la colaboración personal de cada uno; es decir sin hacer el esfuerzo necesario para alcanzar la mano que nos tiende.

A nosotros, en consecuencia, nos corresponde adquirir con el estudio o con la lectura o con la ayuda de una persona de criterio, las ideas fundamentales de la moral cristiana para no caer en el error de estimar como pecados acciones que no lo son; o, por el contrario, llegar a creer que no ofenden a Dios verdaderas desobediencias a su ley, ya que difícilmente podríamos dar ese primer paso de la conversión si no estamos en condiciones de reconocer nuestras faltas.

Para cometer un pecado no es necesario hacerlo con la intención de enfrentarse con el Señor; en realidad, el pecado es la desobediencia voluntaria a la ley de Dios, y para caer en él es suficiente conocer esa ley y no cumplirla.

Para que exista pecado hacen falta tres cosas:
1. que una cosa mala, o que se crea así, sea objeto de pensamiento, palabra, deseo, obra u omisión;
2. darse cuenta de que ello ofende a Dios;
3. que se haga a sabiendas que con ello se obra mal.

Estas circunstancias se llaman respectivamente: materia, advertencia y consentimiento, y una vez que se dan las tres, ahí existe un pecado personal, porque se ha querido algo malo, a pesar de saber que ofendía a Dios.

Para comprender la gravedad del pecado es preciso contemplar primero la grandeza del amor con que Dios nos ama, a la luz que las virtudes sobrenaturales proyectan en nuestra vida.

Desde toda la eternidad, Dios pensaba en nosotros; en aquel entonces no éramos más que un pensamiento en la mente divina, pero ese pensamiento lo amó Dios tanto, con tanta intensidad, que le dio la vida.

Y es que el amor que Dios nos tiene es tan grande, que fue capaz de hacer lo que ninguno de nosotros puede.

En efecto: cuando se tiene un deseo, cuando se quiere algo que todavía no existe, por grande que sea nuestro afán, nos hemos de conformar con la esperanza de que aquello sea realidad algún día.

Pero con Dios todo esto es diferente: cuando Dios ama lo hace con tal fuerza que da la vida.  Esta es la explicación de nuestra existencia: el amor con que Dios nos ama.

El único amor, capaz en su grandeza, de hacer que lo que todavía no es más que un pensamiento, llegue a existir realmente.

Y Dios nos hizo para Él, a su imagen y semejanza, para que al conocerle y amarle pudiéramos ser felices, para siempre, a su lado en la eternidad, con una felicidad indescriptible que el Apóstol sólo sabe balbucear: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasaron al hombre por el pensamiento lo que Dios tiene preparado para aquellos que le aman».

Dios nos creó inmortales, llenos de gracia y de dones, y al desobedecer en el paraíso, perdimos la inmortalidad del cuerpo y la gracia del alma. Pero no por eso dejó de amarnos, y quiso que el hombre que había pecado fuese también el que reparase el daño.

Ahora bien, aquello resultaba imposible porque después del pecado original éramos incapaces con nuestras propias fuerzas de restablecer el orden primitivo. (De restaurarnos a la santidad primera y de redimirnos del pecado y rescatarnos de la muerte).

Y fue entonces cuando el Hijo de Dios se hizo Hombre en las entrañas de la Virgen María para pasar por las penalidades y el trabajo y la muerte por la que pasan todas las criaturas, a fin de ser Él quien pagase la deuda contraída por el pecado.

Y por eso murió en una Cruz, perdonando y ofreciendo su vida al Padre como sacrificio propiciatorio por los pecados de todos los hombres.

¿Qué es el pecado? Pues el desprecio de todo eso.  El olvido del amor con que Dios nos creó, el olvido del amor con que nos mantiene en la existencia, el olvido de la Encarnación del Hijo de Dios, el olvido de sus años de trabajo, el olvido de su vida escondida y de su obediencia a José y a María durante treinta años, el olvido de su Pasión, de su flagelación y de su muerte en la Cruz.

Por eso hay quienes no comprenden la malicia que encierra el pecado, porque no miran a Dios, sino que se miran a sí mismos, y actúan, como si una falta fuese más o menos grave según la impresión mayor o menor, que les produce personalmente, olvidando que la ofensa a Dios no depende de lo mucho o de lo poco que nos repugne una falta, sino de lo mucho o de lo poco que nos aparte del Señor.

El que no asiste a Misa algún domingo o fiesta de guardares fácil que se retire a descansar, al fin de la jornada, con la preocupación de haber ofendido a Dios; pero si se acostumbra a hacerlo con frecuencia, la conciencia no le acusará  con la fuerza de la primera vez, y sin embargo, a pesar de la falta de remordimientos, no por eso su pecado deja de ser grave.

No, la malicia del pecado no se mide por lo mucho o por lo poco que nos conmueve interior o exteriormente; para conocer la gravedad de una falta, en primer lugar, hay que atender a los que Dios nos dice de ella, a sabiendas de que la impresión que nos produzca no es la medida de su maldad.  

El pecado mortal o el venial siempre ofenden al Señor; pero como generalmente no lo sentimos en nuestra propia carne (como sí lo sintió el Señor en la Cruz) al dejarnos llevar por este modo sensible de entender las relaciones con Dios, fácilmente se llega a la conclusión de que aquello no tiene importancia o de que la tiene menor, y así, poco a poco, se deforma la conciencia y se agranda la distancia que nos separa del Único que verdaderamente puede hacernos felices.

Para que se dé este retorno, el de la conversión, es necesario que el hombre entre en sí, y al contemplar el abismo que le separa del Señor, se disponga a salvarlo con la ayuda de la gracia; de no ser así, nuestros afectos no serían sinceros, sino que permanecerían prendidos en el pecado, con lo que se nos podrían aplicar aquellas palabras que Jesús dirige a los hipócritas: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí».

Lo que caracteriza a los hijos de Dios no es la comodidad, sino que el amor con que tratamos a nuestro Padre, que nos lleva a dar también importancia a los pecados veniales e imperfecciones.

En lo que se refiere a la confesión, indiscutiblemente pueden fijarse las condiciones que hacen de ella un signo eficaz de la gracia, pero nunca se pierda de vista que esos requisitos: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda y manifestación de las propias culpas, junto con cumplir la penitencia, no son una simple formalidad, sino los actos que nacen en el penitente al contemplar esa verdad que nos enseña la vida: la confesión es el encuentro personal con Jesucristo en un sacramento en que se obtiene la remisión de los pecados. Por eso no deben mirarse como una receta más, sino como la correspondencia personal a la misericordia de Dios, con lo que nos preparamos para este encuentro con las debidas disposiciones, que es lo único que el hombre puede poner de su parte, ya que lo más importante, el perdón, está en las manos de Dios.

Si se quiere hacer bien el examen de conciencia encomendarlo a la Virgen María y a los Ángeles Custodios para que nos alcancen del Espíritu Santo la luz que se necesita y no se nos pasen inadvertidas todas esas faltas que, más o menos inconscientemente, pretendemos disimular; de que la confesión suponga un adelanto en la vida espiritual y de que crezca en nosotros el amor a Dios, es imprescindible que el examen sea atento y se ponga en él, por lo menos, el mismo interés que se pone en cualquier asunto de responsabilidad.

Y no es que se quiera decir que el examen de conciencia sea complicado y difícil; con este ejemplo sólo se pretende insistir en que es necesario procurar que nada de lo que interese quede olvidado en cualquier rincón de la conciencia.

La tibieza, las negligencias en el cumplimiento en el propio deber, la ligereza al hablar, los juicios más o menos exactos de las actuaciones de los demás, lo que deberíamos hacer por el prójimo y no lo hacemos, la mentira, el incumplimiento de la palabra dada, la falta de sentido cristiano en las diversiones y en las relaciones sociales o familiares, las distracciones voluntarias en la Santa Misa o en la oración, los descuidos en la vida espiritual, la resistencia a la gracia de Dios que nos está pidiendo determinados actos de virtud, etcétera, etc., deberían llamar nuestra atención y ser objeto de acusación sincera y llena de arrepentimiento en el sacramento del perdón, y así, purificados con la gracia de Dios, avanzar un poco (o mucho) cada día por ese camino de la santidad personal al que nos llama el Señor a todos.

Para recuperar la amistad con Dios, perdida por el pecado es imprescindible arrepentirse de él.  Pero el arrepentimiento o dolor de corazón no debe entenderse como algo sensible que nos haga derramar lágrimas, porque en el caso de que fuese así, podría pensarse que falta una de las condiciones de la penitencia, sería un error lamentable.

Algunos se imaginan que arrepentirse es tanto como detestar lo hecho con la misma fuerza  con que un niño rechaza a los dulces después de un atracón.   Desgraciadamente no siempre ocurre así,  pues hay ocasiones en las que después de ofender a Dios, no nace en nosotros, como seguramente desearíamos, el aborrecimiento por el pecado, y no sólo eso, sino lo que es peor, después de cometerlo se nota una tendencia todavía mayor a volver a caer, ya que de algún modo se debilitan las fuerzas para el bien.

El dolor de los pecados no se nota en que éstos, sean cuales fuesen, dejan de atraernos, sino en la decisión con que la voluntad los detesta.  El arrepentimiento es ese quisiera no haberlo hecho, o aquel ojalá no lo hubiese cometido, y para que sea válido es preciso que hunda sus raíces en la vida sobrenatural, ya que de otro modo permanecería en el orden de las cosas naturales, en un plano distinto al de la vida de la gracia, con lo que ésta no podría llegar a nosotros.

Por eso debe referirse de alguna manera al Señor, pues de lo contrario, si no tuviese como último fin a Dios, no nos acercaría a Aquel de quien vamos a obtener el perdón, sino que nos dejaría encerrados en los estrechos límites de la propia pobreza, absolutamente incapaces de alcanzar la gracia de la que carecemos.

Son varias las razones que se pueden tener para arrepentirse de los pecados, pero no todas ellas nos disponen para recibir la gracia en el sacramento de la confesión.

Por eso será conveniente estudiarlas para no caer en el error de ofender a Dios con un falso dolor que nos apartaría aún más de Él.

Fundamentalmente hay tres clases de dolor de los pecados.

Al primero se llama de amor y procede del corazón: Dolor de Amor.  
Porque Él es bueno. -Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida.  -Porque todo lo bueno que tienes es suyo.  -Porque les has ofendido tanto. -Porque te ha perdonado…  ¡Él!…¡¡a ti!! - Llora, hijo mío, de dolor de Amor.

Hay otro que se llama de temor y procede del miedo al justo castigo, que en la otra vida corresponde a nuestros pecados.  No es tan perfecto y desinteresado como el anterior, pero como de algún modo se refiere al Señor, y aunque solamente nos relaciona con Él por el temor, es suficiente para recibir la gracia del perdón.

Y existe un tercer dolor, ajeno a la vida sobrenatural, al que podríamos llamar de soberbia porque tiene su origen, no en el amor ni en el temor de Dios, sino en el amor propio que se siente herido al comprobar la propia imperfección, y es esa tristeza que bien podría ser la envoltura de su soberbia.

Cuando se tiene este dolor, no es la ofensa a Dios la que nos duele, sino la propia pequeñez la que nos humilla, y con él no podríamos acercarnos dignamente a la confesión porque indica la falta de disposición del alma, que no pretendería alcanzar el perdón de Dios, sino que se estaría buscando a sí misma en un desordenado afán de autoperfección.

De todas formas, el dolor que nos producen nuestras faltas no sería sincero si no fuese acompañado del propósito de no volver a cometerlas.

El que no quiere caer de nuevo, lo sabe porque está decidido a quitar las ocasiones de pecado, que son aquellas circunstancias de la vida en las que nos encontramos en trance de volver a ofender a Dios.

No quita la ocasión de pecado quien continúa haciendo las mismas cosas que le llevaron a olvidar la Ley del Señor.

No nos engañemos; cuando se quiere dejar de pecar se ponen los medios para conseguirlo.

Pero yo no quiero pecar, es que soy débil.  Pues por eso, precisamente por eso, porque somos débiles, es por lo que existe una obligación especial de evitar la ocasión de pecar.

También se nota el verdadero propósito en que se está dispuesto a poner los medios positivos para fortalecer nuestra debilidad.  Estos medios son la oración, «orad para que no caigáis en la tentación», el trato frecuente y, si es posible, diario, con Jesús en la Eucaristía, y la devoción a la Virgen.

¿Cómo vamos a vencer las tentaciones de sensualidad, pereza, egoísmo, etc., si no acudimos al Señor y a su Madre para que nos alcancen la fortaleza necesaria para conseguirlo.

La Acusación de los Pecados

¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios!
Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa la culpa,
mientras que en el divino, se perdona.
¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!

Hay quienes creen que para recuperar la amistad divina basta con una conversión interior; con que desde dentro del alma se diga que nos pesa haberle ofendido; pero olvidan que Él mismo fue quien dijo «a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a los que se los retuvieseis, les serán retenidos» y esto quiere decir que la posibilidad de perdonar o de retener le está encomendada a sus ministros en el sacramento de la penitencia, y esta posibilidad exige el conocimiento de los pecados y de las disposiciones interiores, porque de otro modo no sería razonable la concesión o la negativa del perdón. Para que esta concesión se haga con justicia, el penitente debe manifestar sinceramente sus pecados e indicar de este modo su arrepentimiento.

Es dogma de fe que los sacramentos producen la gracia, siempre que no se les ponga un obstáculo. ¿Y no sería un obstáculo acercarse a confesar sin estar dispuestos a declarar los pecados?

Cuando hay verdadero arrepentimiento, al alma no le importa pedir perdón en una acusación sincera en la que se declaran todos los pecados. Y si se quiere que ésta sea una manifestación de las disposiciones interiores y produzca su fruto, no es suficiente limitarse a decir que se ha faltado a tal o cual mandamiento de la Ley de Dios o de su Iglesia, sino que hay que declarar el número de veces que se hizo. Cuando este número no puede conocerse con exactitud, bastará decir: me acuso de haber faltado a tal mandamiento con tal frecuencia durante tanto tiempo (e.g. he faltado a Misa dos veces al mes durante el año).

A esta acusación de todos los pecados determinando su número es a lo que los teólogos llaman integridad de la confesión.  Y de la misma manera que una cosa no está completa mientras le falte algo, tampoco la confesión lo estará si se omitiese la acusación de algún pecado o no se declarase su número.

La confesión debe ser sincera, muy sincera.  Es inútil pretender disimular o callar las faltas porque con ello lo único que se conseguirá es aumentarlas con una nueva, el abuso del sacramento, que también es una ofensa a Dios, y en este caso, además, no se nos perdonará ninguno de los pecados confesados.

Otra cosa bien distinta habría que decir si esta omisión se debiese no a mala voluntad sino a un olvido involuntario.

Entonces, como el Señor se fija en las buenas disposiciones, ese pecado también se nos perdonaría, pero queda pendiente la obligación de declararlo en la siguiente confesión.  Ocurre lo mismo que cuando se tiene una deuda que se ha pagado en parte, la obligación de de devolver lo que falta permanece, aunque el dueño de la cosa sepa que se tiene la intención de hacerlo.

Para evitar estos defectos se aconseja decir al principio de la confesión lo que más nos cuesta o lo que más nos avergüenza nos dé, y así no se corre el peligro de olvidarlo o de callarlo por azoramiento en el último momento.  

En algunas ocasiones convendrá advertir al sacerdote que nos resulta difícil confesar determinados pecados para que él nos ayude con sus preguntas a hacer una buena confesión. Una vez que se ha obrado así, lo demás será cuesta abajo.

Es importante recordar que a la confesión vamos a acusarnos de las faltas personales.  Esto quiere decir que las del prójimo no hay que mencionarlas, a no ser que son pecados que se han cometido por nuestra culpa o de faltas que se cometieron junto con él. En tal caso habrá que declarar parentesco o condición o cualquier otra circunstancia que modificase o agravase el pecado, pero siempre con la prudencia y el respeto de no mencionar el nombre del cómplice.

También la acusación de los pecados debe ser delicada.  Desde luego hay que confesarse con la mayor educación que nos resulte posible, pero no hay que agobiarse rebuscando una forma tan fina de decir las cosas que nuestros pecados parezcan poco menos que virtudes.

Se acusarán los pecados, se dirá si se trata de pensamientos, palabras u omisiones y el número aproximado de ellos, en el caso que no se conozca éste con exactitud, y después se responderá a las preguntas que pueda hacernos el confesor.  Una vez hechas así las cosas, solamente queda recibir la absolución que nos hará salir de allí con una profunda alegría de corazón.

Ya se han declarado los pecados.  El sacerdote nos impone la penitencia para cumplir. A muchos les pasa inadvertidos su sentido y piensan que el confesor actúa así porque se ha hecho siempre, y es lo que ellos han observado desde niños; tienen interés en cumplirla, pero no saben por qué deben hacerlo.

Es verdad que no suele entenderse del todo la malicia del pecado, y tal vez se deba a esta falta de entendimiento la razón por la que no se vea la necesidad de penitencia. Pero como nos indica la Iglesia en uno de sus documentos de la existencia y gravedad de las penas se deduce la  insensatez y malicia del pecado.

El pecado mortal nos hace merecedores de la pena eterna, del infierno, donde nunca cesa el tormento y donde lo peor es que nunca más se llegará a amara Dios, el Bien Supremo, la Belleza Infinita, el Amor.

El pecado venial lleva consigo la pena del purgatorio, en el que se padece casi tanto como en el infierno, pero en donde el dolor está mitigado debido a la esperanza del Cielo, de la felicidad sin fin.

Según nos enseña la Revelación, estas penas son congruencia de los pecados que han lesionado la santidad y justicia divinas.

Esta es la herencia del pecado que tanto mal trajo al mundo, y éste es el origen de los sufrimientos que hemos de padecer si de verdad se quiere disfrutar de las alegrías del Cielo.

Al recibir la absolución sacramental, los pecados y también las penas que nos corresponden por ellos, son perdonados por el Señor; pero ocurre
con frecuencia que al acercarse a la confesión nuestras disposiciones no son siempre perfectas, y en este caso, que es el más corriente, efectivamente, se nos perdonan los pecados, pero como nuestro amor de Dios no alcanza el grado de pureza necesario, no se consigue la remisión total de la pena debida a nuestras faltas.

Hay una verdad de fe que viene a confirmar esta doctrina.  La existencia del purgatorio nos demuestra que las penas que hay que pagar o los restos del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho permanecen, frecuentemente después del perdón de las culpas, puesto que en el purgatorio se purifican las almas de los difuntos, que han muerto verdaderamente arrepentidos, pero sin haber satisfecho por las faltas cometidas.  

Y esas penas consecuencia de nuestros pecados, han de ser purgadas en este mundo con los dolores, miserias y tristezas de la vida y especialmente con la muerte, o bien de por medio del fuego, los tormentos y las penas de la vida futura.

Con otras palabras: el amor a Jesucristo no se termina con la fe en su palabra de perdón y con la gratitud hacia Él.  El amor verdadero lleva a compartir con Él sus dolores y sufrimientos.

Aclarados estos conceptos, puede entenderse un poco mejor el sentido de la penitencia que nos impone el confesor.  Cuando éste nos indica que recemos tres Avemarías o que hagamos una visita al Santísimo Sacramento, al cumplirlo no se sigue un buen consejo, sino que se paga, con esa oración, o con esa obra de piedad,  parte de la deuda que se ha contraído con el Señor al ofenderle.

En justicia, la penitencia debería ser proporcional a la gravedad de las culpas, pero como esto no siempre es posible debido a las mil circunstancias de cada uno; el confesor suele imponer una penitencia pequeña que sería como el primer paso de una satisfacción voluntaria ejercitada con mayor generosidad.

Es mucho lo que se ofende a Dios, y en justo desagravio es lógico que, en la medida de sus fuerzas, cada uno expíe sus faltas con una vida llena de amor y de sacrificio, a sabiendas de que con ello no se paga toda la deuda contraída con nuestros pecados, ya que es Jesucristo quien carga con la parte más pesada al sufrir sobre su propia carne los dolores de la Pasión y de la muerte en Cruz.

Ofrecerle a Dios algo que nos cueste, deber de amor y deber de estado.
El trabajo bien hecho, la puntualidad, el orden en nuestras cosas, callar a tiempo, dominar la ira, refrenar la lengua, el cumplimiento heroico del deber, la guarda de los sentidos, la convivencia con personas que no coinciden exactamente con nuestros gustos y opiniones personales, los pequeños sacrificios en la comida, levantarnos a la hora que habíamos fijado, retirarnos a descansar en el momento previsto, no dejar las cosas en cualquier parte, no ser quisquillosos, etc., etc., serán la mejor oportunidad de mortificarnos y ofrecerle al Señor un poco de nuestro dolor, que nunca será tan grande como el que Él soportó al llevar la Cruz en el Calvario.

Y aunque se trate de cosas pequeñas, su valor estará en hacerlo todo con amor.  Hacedlo todo por Amor - Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. -La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo.

La prueba de ese Amor está en la alegría, esa alegría que cuando falta hace que se pierda parte del mérito que tienen las buenas obras.

Hay santos que han sufrido mucho en esta vida, pero siempre se les ha visto alegres.

Algunos piensan que la amistad con Dios consiste únicamente en no ofenderle, y con este puro concepto negativo del primero de los mandamientos enfocan su vida de piedad. 

Por eso, su vida interior es bastante triste y para ellos no existe la alegría de poder amar al Señor, cada día un poco más.

Son éstos y los que acostumbran a vivir en pecado, los que no tienen a la confesión el aprecio debido, porque se olvidan de que este sacramento, además de perdonar los pecados, es un gran medio de progreso espiritual, ya que no sólo da la gracia santifican, sino que además, y junto con ella, recibimos también la gracia sacramental, en la que encontramos fuerzas para luchar y perseverar en la tarea de la propia santificación.

Son muchas las dificultades que se encuentran a lo largo de la jornada para pretender superarlas y llegar a parecernos a Jesucristo sin la ayuda del Cielo que nos viene por medio de la confesión frecuente.

Con demasiada frecuencia nos ocurre, que un día no se tienen ganas; otro, porque no se encuentra la ocasión de confesar; un tercero, porque ya lo haremos en otro momento, y el hecho bien cierto es que se acaba por perder la gracia de Dios o por caer en la tibieza.  Y la causa de todo eso esto hay que buscarla en la falta de amor al sacramento de la penitencia,
que nos impide acercarnos a él con la frecuencia debida.

La vida espiritual no la constituyen solamente unas cuantas obligaciones que se cumplen, sino un amor que se demuestra.

Dios no se cansa de nuestras infidelidades.  Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón.  Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia.

Por esto se recomienda con tanta insistencia que la confesión se haga semanalmente o cada quince días o, a más tardar, una vez al mes.

Cada uno que se tome el tiempo que necesite para confesarse, para después prepararse convenientemente para ese abrazo con Cristo en su Iglesia que es el sacramento de la penitencia.

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Notas tomadas del libro
Cómo confesarse bien
Francisco Luna y Luca de Tena

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