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Al final, el cine tiene razones que la razón desconoce‏


El precio de la codicia: Las razones del cine

por Héctor Soto

Publicado en La Tercera, 28 de septiembre del 2012

Margin Call, presentada bajo el título de El precio de la codicia (por menos que eso se han abierto sumarios), se sitúa la noche antes de la hecatombe, en una empresa muy parecida a Lehman Brothers. Un ingeniero joven advierte de manera circunstancial que los números no cuadran, que la organización va derecho al despeñadero y que la cantidad de activos tóxicos en su cartera es tal que, fuera de hacerla desaparecer, precipitarán a la economía a una crisis de proporciones gigantescas. Alarma, sorpresa, convocatoria a la plana mayor y aterrizaje de madrugada en la azotea del edificio del helicóptero del magnate que controla la compañía.

¿Hay algo de nuevo en todo esto? Aparte de una espléndida concentración en términos de espacio y tiempo, puesto que todo transcurre en una sola noche y casi todo en el piso débilmente iluminado de un rascacielos neoyorquino, no mucho. Margin Call no va ni un metro más allá de lo que Wall Street ya estableció en 1987: que el problema está en la codicia de los tiburones del mundo de las finanzas. Es cierto, pero a estas alturas cuesta creer que sea todo. Al fin y al cabo, se supone que el capitalismo no necesita de gente muy virtuosa para funcionar. Su ventaja hipotética es que podría funcionar más o menos bien incluso con canallas. Entonces el asunto no es simple; no todo fue culpa de la  ambición.

La cinta participa de la creciente impunidad que se está imponiendo en Hollywood para sustentar la acción en tramas que el espectador nunca puede entender. Hoy por hoy, el guión ya no ilumina causas, efectos ni correlaciones. Los hechos son y no necesitan explicación. En Margin Call, aunque algo sospechemos, nunca sabemos bien de qué estamos hablando y qué diablos descubre el ingeniero joven proveniente de la industria aeroespacial y que es el único al cual el mundo financiero todavía no ha depravado; incluso el joven amigo suyo, que sólo habla de dinero, ya se corrompió. Sin embargo, a ciegas, igual nos hacemos parte de la tensión insoportable de esa noche fatal donde el juego dominante es no perder el control. En eso, la película es muy conviviente. Dicho sea de paso, la ininteligibilidad ya se ha hecho costumbre. En Syriana, en Zodiac, en Contagio, en Prometheus, en Money Ball, en El espía (aquí dicen que no importa, porque es europea) tampoco entendíamos un carajo y sin embargo, después de verlas, no salimos especialmente defraudados de la sala. Para el cine, la vida ahora está en otra parte. No es Descartes, por supuesto.

Con todos sus sesgos, esa máquina trituradora que fue el documental Inside Job entregó mejores insumos para entender la crisis. Hubo codicia, qué duda cabe. Reconozcamos que son pocos los ámbitos donde no la hay. Pero en este caso también hubo delincuencias mayores: conflictos de interés jurídica y moralmente inaceptables, fraudes declarados, complicidades fétidas, supervisiones indolentes, señales políticas irresponsables y extraviadas. De la fiesta de las burbujas participó mucha gente que, como se sabe, cobró o se quedó con mucho dinero mientras medio mundo se iba a la ruina. Es un cuento viejo. El capitalismo todavía no sabe  manejar el ciclo económico.

Al final, el cine tiene razones que la razón desconoce. Como una buena atmósfera, una gran actuación, un manejo especialmente exacto de los tiempos paralelos, una puesta inteligente… En su ópera prima, JC Chandor califica con holgura. Y Jeremy Irons, Kevin Spacey y Zachary Quinto le prestan a la cinta mucho de lo que el guión no alcanzó a dar.

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