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LA CONFESIÓN EXPLICADA POR EL PAPA



basado principalmente en la Exhortación Apostólica
del Papa Juan Pablo II Reconciliatio et Paenitentia (2-XII-1984)

«Es tal la importancia de la reconciliación para la Iglesia que uno de los siete sacramentos que reflejan la vida y su naturaleza más íntima es precisamente el sacramento de la penitencia.

El sacramento de la reconciliación nos enseña que este proceso penitencial se realiza a la luz de la misericordia de Dios que ofrece su perdón a los hombres.

Y en ese proceso el sacerdote ocupa un lugar fundamental.  Su ministerio forma parte del sacramento de la reconciliación y su actitud debe ser un signo transparente del Padre Misericordioso que devuelve a la vida al pecador arrepentido»

Reconocerse pecador

• Como escribe el apóstol San Juan:  «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros.  Si reconocemos nuestros pecados, El que es fiel y justo nos perdonará nuestros pecados»…    

Reconocer el propio pecado, es más, -yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad- reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios.

• Muchos no ven ya en qué han pecado, y, aún menos, si han pecado gravemente; ni ven sobre todo por qué habrían de pedir perdón ante un representante de la Iglesia.

• «Formar» la conciencia propia es tarea fundamental.  La razón es muy sencilla: nuestra conciencia puede errar.  Y cuando sobre ella prevalece el error, ocasiona (…) una enfermedad mortal hoy muy difundida: la indiferencia respecto a la verdad.

¿De dónde nace esta gravísima enfermedad espiritual?  Su origen último es el orgullo en el que reside la raíz de cualquier mal.  El orgullo lleva al hombre a atribuirse el poder de decidir, cual árbitro supremo, lo que es verdadero y lo que es falso.

El hombre -todo hombre- es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscando construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volverá a la comunión con el Padre.

Pero la parábola pone en escena también al hermano mayor que rechaza su puesto en el banquete (…).  Hasta que este hermano, demasiado seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso y displicente, lleno de amargura y de rabia, no se convierta y no se reconcilie con el padre y con el hermano, el banquete no será aún en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo.

El hombre -todo hombre- es también este hermano mayor.  El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios.

El pecado, ofensa a Dios

• La parábola evangélica de los dos hijos -que de formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo entre ellos- es significativa.  Nos hace meditar sobre las funestas consecuencias del rechazo al Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y en la ruptura de la armonía entre hermano y hermano.  El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad.

• Exclusión de Dios, ruptura con Dios, desobediencia a Dios; a lo largo de toda la historia humana seto ha sido y es bajo formas diversas el pecado:

• El hombre, empujado por el Maligno y arrastrado por su orgullo, abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a obedecer a su Señor y Padre.

• El hombre, en lugar de responder con amor al amor a Dios, se le enfrenta como un rival, haciéndose ilusiones y presumiendo de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con Aquél que lo creó (…) y que le mantiene en vida; el pecado es, por consiguiente, un acto suicida.

• Si el pecado es la interrupción de la relación filial con Dios, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Dios no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria.

Pecado personal y pecado social

• El pecado es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o comunidad. (…) No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de los individuos.  Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona.

• Los pecados sociales  son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. (…) Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.

Mortal y venial

a) pecado venial

• El hombre sabe bien, por experiencia, que el camino que le lleva al conocimiento y amor de Dios, puede detenerse o distanciarse, sin por ello abandonar la vida de Dios; en este caso se da el pecado venial, que sin embargo, no deberá ser atenuado como si automáticamente se convirtiera en algo secundario o en un «pecado de poca importancia».

b) pecado mortal

• Pero el hombre sabe también, por una experiencia dolorosa que, mediante un acto consciente y libre de su voluntad puede volverse atrás, caminar el sentido opuesto al que Dios quiere y alejarse así de Él, y eligiendo por lo tanto, la muerte.

• Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento.  Es un deber añadir -como se ha hecho también en el Sínodo- que algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales.  Es decir, existen actos que, por sí  y en sí mismos, independientemente de las circunstancias son siempre graves ilícitos por razón de su objeto.  Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave (…).  Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostaría y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave.

c) consecuencias

• El pecado venial no priva de la gracia santifican de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza eterna, mientras que tal privación es precisamente consecuencia del pecado mortal.

Considerando además el pecado bajo el aspecto de pena que incluye, Santo Tomás con otros doctores llama mortal al pecado que, si no ha sido perdonado, conlleva una pena eterna; es venial el pecado que merece una simple pena temporal (o sea parcial y expiable en la tierra o en el purgatorio).

La reconciliación viene de Dios

• Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que festeja la reconciliación (y que el hijo haya vuelto a la vida).

Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar.  En una palabra: la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial.

• Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio de la Iglesia.

• Se nos puede preguntar: ¿No somos nosotros -únicamente nosotros- los que asumimos la iniciativa de pedir el perdón de los pecados? (…)

Ciertamente, también se exige nuestra libertad.  Dios no impone su perdón al que rehúsa aceptarlo.  Pero Dios está «antes» que nosotros y antes que nuestra invocación para ser reconciliados.  Nos espera.  Nosotros no nos apartaríamos de nuestro pecado, si Dios no nos hubiera ofrecido ya su perdón.  Más aún: no nos decidiríamos a abrirnos al perdón, si Dios, mediante el Espíritu que Cristo nos ha dado, no hubiera ya realizado en nosotros pecadores un impulso de cambio de existencia, como es, precisamente, el deseo y la voluntad de conversión.  «Os lo pedimos -dice San Pablo-: dejaos reconciliar con Dios».

En apariencia somos nosotros quienes damos los primeros pasos; en realidad, en el comienzo de nuestra reforma de vida está el Señor que nos ilumina y nos solicita.  La gratitud debe llenarnos el corazón antes aún de ser liberados de nuestras culpas mediante la absolución de la Iglesia.


LA CONFESIÓN

• «¿Por qué -se objeta- revelar a un hombre como yo mi situación más íntima y también mis culpas más secretas?».  «¿Por qué -se continúa objetando- no dirigirme directamente a Dios y verme obligado, en cambio, a pasar por la mediación de un hombre para obtener el perdón de mis pecados?»

Dato esencial de la fe

• Como dato esencial de la fe sobre el valor y la finalidad de la Penitencia se debe reafirmar que Nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el Sacramento de la Penitencia, para que los fieles caídos en pecado después del Bautismo recibieran la gracia y se reconciliaran con Dios.

• Gracias al amor y misericordia de Dios, no hay pecado por grande que sea que no pueda ser perdonado; no hay pecador que sea rechazado.  Toda persona que se arrepienta será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso.

• Sobre la esencia del Sacramento ha quedado siempre sólida e inmutable en la conciencia de la Iglesia la certeza de que, por voluntad de Cristo, el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución sacramental, dada por los ministros de la Penitencia.

«A quien perdonareis…»

• Este poder de perdonar los pecados Jesús lo confiere, mediante el Espíritu Santo, a simples hombres,  sujetos ellos mismos a la insidia del pecado: «Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, le serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn 20, 22).  Es ésta una de las novedades evangélicas más notables.

• Aquí se revela en toda su grandeza la figura del ministro del Sacramento de la Penitencia, llamado por costumbre antiquísima, el confesor.  Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el Sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa «in persona Chisti».

• Confesamos nuestros pecados a Dios mismo, aunque en el confesionario los escucha el hombre-sacerdote.

• Por otra parte, los miembros del Pueblo de Dios, con instinto sobrenatural, saben reconocer en sus sacerdotes a Cristo mismo, que los recibe y perdona, y agradecen de corazón la capacidad de acogida, la palabra de luz y consuelo con que acompañan la absolución de sus pecados.

• ¡Qué tesoro de gracia, de vida verdadera e irradiación espiritual no tendría la Iglesia si cada Sacerdote se mostrase solícito en no falta nunca, por negligencia o pretextos varios, a la cita con los fieles en el confesionario!

• Otros trabajos pueden ser pospuestos e incluso abandonados, por falta de tiempo; pero no así el trabajo de confesión.

Algunas convicciones fundamentales

 I. Es el camino ordinario

• Insidia al Sacramento de la Confesión la mentalidad, a veces difundida, de que se puede obtener el perdón directamente de Dios incluso de modo ordinario, sin acercarse al Sacramento de la reconciliación.

• La primera convicción es que, para un cristiano, el Sacramento de la Penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo. (…)

Sería pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de la gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del Sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón.

II. Función del Sacramento

• La segunda convicción se refiere a la función del Sacramento de la Penitencia para quien acude a él. Éste es, según la concepción tradicional más antigua, una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia más que de estrecha y rigurosa justicia.

• Pero reflexionando sobre la función de este Sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio en el sentido indicado, un carácter terapéutico o medicinal (…): «Yo quiero curar, no acusar», decía San Agustín refiriéndose a la práctica de la pastoral penitencial, y es gracias a la medicina de la confesión que la experiencia del pecado no degenera en desesperación.

III. Partes que lo componen

• La tercera convicción, que quiero acentuar, se refiere a las realidades o partes que componen el signo sacramental del perdón y de la reconciliación.  Algunas de estas realidades son actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso.

1. Examen de conciencia

• Una condición indispensable es, ante todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente.  El acto llamado examen de concienciadebe ser siempre no una ansiosa introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida.

• Aprended a llamar blanco a lo blanco, y negro a o negro; mal al mal, y bien al bien.  Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméisliberación y progreso, aun cuando toda la moda y la propaganda fuesen contrarias a ello.

2. Dolor y propósito

• Pero el acto esencial de la penitencia por parte del penitente, es la contrición, o sea un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. (…) De esta contrición depende la verdad de la penitencia.

• En realidad, la negligencia para soliticitar el perdón, incluso la negativa de convertirse es lo propio del pecador, hoy como ayer.

• La necesidad de la Confesión quizá lucha en lo vivo del alma con la vergüenza; pero cuando el arrepentimiento es verdadero y auténtico, la necesidad vence a la vergüenza.

3. Acusación de los pecados

• Acusar los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de que el pecador sea conocido por aquél que en el Sacramento ejerce el papel de juez -el cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento del penitente- y a la vez hace el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo (…).  La acusación de los pecados es también el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona.

• Tened presente que todavía está vigente y lo estará por siempre en la Iglesia la necesidad de la Confesión íntegra de los pecados mortales.

• Porque, si el pecado y la culpa no fuesen reconocidos por lo que son a los ojos de Dios, entonces se pondría en peligro lo que hay de más humano en el propio hombre.  «¿Has pecado? -nos pregunta San Juan Crisóstomo- ¡confiesa entonces a Dios!…Denuncia tu pecado, si quieres que te sea perdonado.  No hay que cansarse para hacer esto, no se necesitan giros de palabras, ni debe gastarse dinero: nada de eso.  Es preciso reconocer de buena fe los propios pecados y decir: He pecado.

4. El momento del perdón

• Otro momento esencial del Sacramento de la Penitencia compete ahora al confesor juez y médico, imagen de Dios Padre que acoge y perdona a aquél que vuelve: es la absolución.

La fórmula sacramental:  «Yo te absuelvo…», y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios.  Es el momento en el que, en repuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente. (…) Solamente la fe puede asegurar que en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misteriosa intervención del Salvador.

5.  Cumplir la penitencia

• La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia.  En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama penitencia.

• La penitencia tiene por misión conseguir la remisión de las penas temporales que, después de la remisión de los pecados, quedan aún por expiar en la vida presente o en la futura.

Otras convicciones

a) Algunos frutos del perdón

• Hay que subrayar que el fruto más precioso del perdón obtenido en el Sacramento de la Penitencia consiste en la reconciliación con Dios, la cual tiene lugar en la intimidad del corazón del hijo pródigo, que es cada penitente.  Pero hay que añadir que tal reconciliación (…) repara las rupturas causadas por el pecado: el penitente se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación.

• Cristo nos cura precisamente allí donde estamos enfermos de ese mal contagioso que crea el desequilibrio en el mundo entero: el egoísmo, la envidia, la voluntad de dominio...

• Y cuantos se acercan al confesionario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia que fuera de la confesión no podrían encontrar en otra parte.

b) Eucaristía y Confesión

• Hay serias razones para extrañarse y abrigar algún temor, cuando en ciertas regiones se ve a tantos fieles recibir la Eucaristía siendo así que muy pocos se han acercado al sacramento de la reconciliación.

• Pero queda en pie la advertencia de San Pablo: «El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación».  «Discernir el Cuerpo del Señor», significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que en el caso de pecado grave, exige la previa recepción del sacramento de la Penitencia.

• A quien desea comulgar debe recordársele el precepto: Examínese, pues, el hombre a sí mismo.   Y la costumbre de la Iglesia muestra que tal prueba es necesaria, para que nadie, consciente de estar en pecado mortal, aunque se considere arrepentido, se acerque a la santa Eucaristía sin hacer previamente la confesión sacramental.

c) Sed coherentes

•  Manteneos coherentes con el mensaje y la amistad con Jesús; vivid en gracia, permaneced en su amor, poniendo en práctica toda la ley moral, alimentando vuestra alma con el Cuerpo de Cristo, recibiendo periódica y seriamente el sacramento de la Penitencia.

d) El único modo ordinario de confesarse

• La confesión individual e íntegra de los pecados con la absolución igualmente individual constituye el único modo ordinario, con el que el fiel, consciente de pecado grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia.  De esta ratificación de la enseñanza de la Iglesia, resulta claramente quecada pecado grave debe ser siempre declarado, con sus circunstancias determinantes, en una confesión individual.

•  En cambio, la reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución general reviste carácter de excepción y por tanto no queda a la libre elección. (…) Esto no puede convertirse en forma ordinaria y no puede ni debe usarse si no es «en casos de grave necesidad», quedando firme la obligación de confesar individualmente los pecados graves antes de recurrir de nuevo a otra absolución general (…).  Esta posterior confesión íntegra e individual de los pecados, debe hacerse lo antes posible.

e)  Confesor fijo

• Es necesario comprender la importancia de tener un confesor fijo a quien recurrir habitualmente: él, llegando a ser así también director espiritual, sabrá indicar a cada uno el camino a seguir para responder generosamente a la llamada a la santidad.


f)  María, «aliada de Dios»

• Os invito a dirigidos conmigo al Corazón Inmaculado de María, Madre de Jesús, en el que se realizó la reconciliación con Dios con la humanidad (…) Verdaderamente María se ha convertido en la «aliada de Dios» en virtud de su maternidad divina, en la obra de la reconciación.

• Esperanza nuestra, míranos con compasión, enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a Él, mediante la confesión de nuestras culpas y pecados en el sacramento de la Penitencia, que trae sosiego al alma.

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