Durante septiembre, se desarrollan cientos, tal vez miles, de pequeños actos de festejo del espíritu nacional en jardines infantiles y colegios de nuestro país.
Confieso que, aunque no me entusiasman en lo absoluto algunos aspectos de la celebración de nuestra Independencia, hay otros que me emocionan inmensamente. Considero la cueca un baile hermosísimo y asimismo las danzas y cantos del norte (mis absolutos preferidos), del sur, de Isla de Pascua y Chiloé.
El folklore de nuestro país es un regalo para cualquiera. Y también para los niños: sobre todo aquellos que aman la música, la danza, los colores. Sin embargo, no puedo evitar pensar en los niños que aman otras actividades o formas de expresarse. Niños que, quizás, más que ser obligados a bailar cada 18 -en muchas ocasiones omitiendo del todo su voluntad, sus legítimas preferencias o el pulso respetable de sus timideces-, preferirían solo colaborar en la puesta en escena, el control de sonidos, o el apoyo logístico de actividades artísticas y/o masivas que se realizan en sus escuelas.
En esta oportunidad, quiero detenerme en los más pequeños de todos. En el abanico de edades y momentos del desarrollo, los infantes y prescolares me conminan a ser especialmente fina y constante en mis sentidos. No solamente porque mi hija menor sea parte de esa tribu de “bajitos” (como Serrat tan bien los bautizó), sino porque hija o no-hija, siempre me ha parecido que necesitan especial atención cuando son los que menos recursos de expresión y aserción de su identidad tienen.
Pensando en septiembre (o Navidad), inevitable preguntarse cómo pueden plegarse a una actividad niñ@s de menos de un año, de dos y hasta tres, si no dominan el lenguaje, si están reconociendo todavía sus Sí y sus No (y todo el arcoíris de sus primeros gustos, elecciones, habilidades), y si apenas tienen control sobre el eje de sus cuerpos y movimientos.
Otra pregunta necesaria es si muchas de estas actividades, además de obedecer a una valorable intención de exploración de talentos infantiles, o solo festiva, no responden sobre todo a necesidades de los adultos -currículum del jardín, o “chochera” de los apoderados- más que de los niños.
No quiero ser aguafiestas, pero la semana antepasada fui invitada a un acto dieciochero del cual salí planteándome varias preguntas.
El primer número correspondía al nivel de sala cuna, y todas las guagüitas que “actuaban” tenían menos de un año (no caminaban y así hubieran querido, no habrían podido arrancar). Venían disfrazadas de huas@s, y si hubiese sido solamente una sesión fotográfica, quizás vaya y habría pasado. Pero fue mucho más.
Como los peques no podían sostenerse bien sentados por su cuenta, los acomodaron en cojines especiales; las tías muy cerca y sosteniendo a algunos de ellos. En el instante que enfrentaron a la audiencia -los adultos no tenemos recuerdos de ese tiempo, pero imaginen ser puestos frente a doscientos gigantes desconocidos- , la mayoría comenzó a llorar.
El llanto es un lenguaje central de los más chiquitos, de las guaguas. Sin contar con palabras, solo sus llantos nos orientan -por largo tiempo- en la distinción de cansancios, hambres, cólicos o fiebres, incomodidades cotidianas (a veces un calcetín mal puesto, una uñita agarrada al chal, o algo que ni logramos descubrir), sensación de soledad o miedo, pedidos de ayuda porque un juguete se les cayó o perdió de vista, llamados sólo para que vengamos y puedan ver nuestra cara sobre sus cunas, o para que los tomemos en brazos y se sientan acompañados, seguros, contentos.
El llanto es un repertorio increíble, un alfabeto mayor y una genialidad, si lo pensamos bien, de la biología que “soluciona” el problema de la restricción para comunicarse con palabras (mientras el sistema de los recién llegados al mundo no esté maduro) proveyendo una escala de sonidos muy diversa, e imposible de no escuchar y atender.
Concedo que el llanto no es la música preferida en mitad de la noche (o a cualquier hora) y que además del salto de corazón que nos genera desde el amor, también, muy dentro, puede sernos disruptivo y hasta exasperante cuando más cansados nos sentimos. Pero qué bueno que exista, qué alivio que nuestras crías puedan expresarse y qué gratitud que deberíamos sentir por poder concurrir a su llamado.
El llanto de chiquitos en el acto del jardín fue de angustia: mamífera, indefensa, completamente desbordada. Mientras la música tocaba fuerte, varios peques giraban sus cabezas con una expresión aterrorizada, buscando muy posiblemente la cara familiar de su mamá o su papá. Algunos lloraban más, y más alto, como en un intento de hacerse escuchar en medio de la estridencia del ambiente.
La cueca continuó y los flashes de las cámaras también. Un pulso poco convencional de la indolencia que no por ello, deja de ser cruel.
Yo estaba en última fila, confiando en que algún miembro de la familia se acercaría al escenario y tomaría a su niñ@ para consolarl@ y restarl@ de una experiencia que, a todas luces, era estresante. No fue así. Entonces confié en que alguna educadora, consciente y en autoridad, pediría detener la música y con una sonrisa benévola explicara que en atención al estrés de los niños, la muestra llegaría hasta ahí. Tampoco sucedió.
Comencé a preguntar en voz alta ¿no será bueno detener esto, por favor? Recibí miradas de reproche de parte de varios asistentes y me frené de hacer lo que mi instinto mandaba: avanzar hacia primera fila y pedir que interrumpieran el acto por el bien de los peques, o al menos pedir que tomaran en brazos a una de las niñas que me parecía aun más desesperada que el resto de sus compañer@s. No lo hice. Vergüenza.
Las horas que han seguido no han sido amables en mi juicio interno, por esa incapacidad mía de no ir más allá de mi propio temor al juicio ajeno, y hacer lo que era coherente hacer: cuidar, y recordarnos a los grandes que nada justifica prolongar ni por un segundo un estrés innecesario y evitable a criaturas que no tienen ninguna posibilidad de alegato o escape a una situación como la descrita.
En alguna parte, la voz interna también me recordaba la prerrogativa de los padres y madres a conducir la crianza de sus hijos en sus términos, según sus valores, sin intromisiones. Quería creer que quizás algo justificable pero incomprensible para mí, en mis marcos de referencia, motivó a las mamás y papás de es@s niñ@s a quedarse quietos y no actuar (¿fomentar alguna resiliencia, tolerancia a la frustración, amor por el folklore?), y lo mismo en el caso de las educadoras (¿estándares formativos, evitación de conflicto con los apoderados?). Pero debo confesar que pasan y pasan las horas y nada cambia.
No encuentro razones que permitan condonar el abandono que me tocó observar. Abandono del cual, de alguna forma, también participé. No solo con los peques, sino conmigo y con todo lo que creo y he practicado en la crianza de mis propias hijas.
Desconozco marcadores exactos de desarrollo infantil que avalen o establezcan edades precisas para participar en muestras públicas de talentos (y no sé cuándo es apropiado o no). Creo firmemente en el valor que las artes tienen para la crianza y evolución de los niños. Sin embargo, por encima de todo lo anterior, creo en el respeto y el cuidado. Y en la elemental respuesta de consuelo, compasión y ayuda que prójimos grandes deberíamos prestar a prójimos chiquitos (de menos de un año, o de cualquier edad), cuando estos sienten miedo, angustia y tristeza. Así sea que debamos suspender un festejo, un paseo soñado, o lo que sea. Hay un tiempo propio del amparo, de brazos que se tienden hacia nosotros pidiendo refugio, que no admite concesiones ni esperas.
Foto peregrine blue Flickr © creative commons
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