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¿Futuro esplendor?



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Celebrando este dieciocho largo, nos preguntamos si acaso el prometido futuro esplendor que vio Eusebio Lillo 160 años atrás llegará en verdad a ser realidad.
Nuestra trayectoria económica de los últimos 20 o 30 años da como para ser optimistas. Contamos hoy con un nivel de vida promedio que es dos y media veces superior al de comienzos de los años 80. Nos hemos puesto casi a la cabeza de América Latina -nos aventaja Argentina, levemente- en materia de ingreso per cápita. Aunque hoy muchos suelen olvidarlo, en 1980 nos superaban muchos de nuestros vecinos. A lo largo de esa década, dimos caza a Ecuador, Colombia y Perú; en la siguiente, a Brasil y Venezuela; últimamente a México y Uruguay.
Se ha debatido mucho sobre nuestra desigualdad, escandalosa o inmoral para algunos. Pero, de acuerdo a la Cepal, la pobreza ha caído de 45 a 10% de la población en menos de tres décadas. Ha virtualmente desaparecido la desnutrición. Hay mucha más equidad que antes en salud (y esperanza de vida), escolaridad y calidad de la vivienda. Sólo en cuanto a desigualdad de ingresos los avances han sido escasos o nulos. Se requieren más esfuerzos en crear oportunidades de trabajo y de educación de calidad.
El gobierno del Presidente Piñera se propuso hacer ingresar a Chile a la categoría de país desarrollado durante la presente década. Hasta ahora la receta aplicada ha dado resultados: el PIB crece cerca del 6% anual requerido, prolifera la creación de empresas, el desempleo desciende a mínimos históricos, disminuye la pobreza. Es cierto que se visualizan importantes restricciones en la provisión de energía, de agua dulce y de personal calificado para las nuevas faenas productivas. Pero ello es señal de que avanzamos y hace patente que las inversiones e incrementos de productividad necesarios ya no pueden seguir posponiéndose.
El futuro esplendor no está, sin embargo, asegurado. Trepar la áspera pendiente que nos separa del nivel de vida de los países desarrollados puede sernos muy arduo. Habremos de lidiar con una situación económica mundial ya no tan favorable. Habremos de elevar el ahorro, cuya actual debilidad compromete el sano financiamiento de la inversión y empuja el dólar hacia abajo. Habremos de refrenar los apetitos de gasto fiscal que restan espacio a la expansión de las fuentes de trabajo. Habremos de apurar la agenda pro competitividad, aunque ello exija imponerse sobre los intereses de las burocracias y los monopolios. Pero, sobre todo, habremos de superar esos anacronismos culturales que -enquistados en la educación, los tribunales y la política- últimamente han cobrado amenazante fuerza.

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