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La vida es un relato en busca de narrador


El futuro es opaco si te condenas a la felicidad ajena.
Uno se cura cuando hace de sí mismo un relato soportable.

Columnistas
por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Revista Ya, Martes 19 de noviembre de 2013

Visiones futuras

"Agradar a los demás es una tarea muy difícil de mantener en el tiempo. Y eso es lo que le está pasando. Está harto. Lo siente al despertar, incómodo con sus propios huesos, mirándose al espejo cada mañana mientras se pasa la prestobarba, descubriendo su verdadero rostro debajo de la espuma..."

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La visión de dos ancianos caminando de la mano lo enternece. No sabe bien por qué, no se considera un sentimental, pero su mente no logra proyectar ni borrosamente una imagen de sí mismo con su mujer en treinta o cuarenta años más. No está mal con ella, al contrario, han logrado superar varios desencuentros (o por lo menos eso quiere creer), pero a pesar de todo no se imagina a esa edad paseando de la mano con una anciana con la que ha recorrido varias décadas. No entiende bien por qué esa imagen no llega nunca a su mente, pero prefiere no detenerse en ese asunto que le puede traer respuestas indeseables. A veces siente que su vida debería tener más aventura, más riesgo. En varias ocasiones se ha descubierto soñando despierto con una vejez alejada de todo lo que lo rodea, en alguna playa lejana, dueño de un chiringuito al aire libre, despertando arrullado por el rumor del mar. Pero en esos sueños de vidas futuras tampoco está ella. Siempre está él, solo él, y un par de perros que saca a pasear por la arena cada mañana (lleva años queriendo tener un perro, pero su mujer siempre ha alegado alergias múltiples y sofás llenos de pelo que no está dispuesta a soportar) y una pequeña casa desprovista de lujos, más cercana a la casa de un pescador que a la de un ejecutivo de inversiones como es él. 

“La vida es un relato en busca de narrador” leyó alguna vez, aunque no sabe bien dónde, quizás en uno de esos libros de citas que descansan en su casa o en una galleta de la suerte de algún restaurante chino. Años atrás, en un viaje de trabajo que hizo a Nueva York, escuchó la historia de un hombre de unos cincuenta años que lo dejó todo -entiéndase trabajo, esposa, hijos- y se fue a una ciudad costera de ese territorio que a mitad del 1800 los franceses llamaron Indochina. Desde ese día sus proyecciones se enriquecieron con ambientes asiáticos y mujeres con sombreros cónicos vendiendo pescado en canastas de mimbre. Y los perros, claro. Uno negro y otro café, como los que tuvo cuando era un niño y sus padres aún no se separaban. Ahora que lo piensa se siente bastante tonto por haber aceptado de buenas a primeras declinar su deseo de tener ese animal en casa. ¿Es cierto lo de la alergia? Él sabe que no, pero hay mentiras que se propuso creer para evitar peleas y malas caras. ¿Pero acaso su mujer es la culpable de sus frustraciones? También sabe que no. Gran parte de responsabilidad es suya por vivir tratando de agradar a los demás, rehuyendo los conflictos, empeñado en que los otros lo acepten no por lo que es sino por ser lo que quieren que sea. 

Agradar a los demás es una tarea muy difícil de mantener en el tiempo. Y eso es lo que le está pasando. Está harto. Lo siente al despertar, incómodo con sus propios huesos, mirándose al espejo cada mañana mientras se pasa la prestobarba, descubriendo su verdadero rostro debajo de la espuma. Dedicándose a algo que, aunque lo hace bien, no le gusta, no le genera pasión, y que eligió porque fue la recomendación de su padre. “El futuro es opaco si te condenas a la felicidad ajena” le dijo una ex polola que siempre lo supo. ¿Qué habría sido de ella? ¿Acaso ella sí cabía en esa imagen futura? En eso pensaba cuando el timbre del celular lo despertó con el nombre de su mujer en la pantalla. “Uno se cura cuando hace de sí mismo un relato soportable” se escuchó decir internamente, como si un narrador interno lo increpara. Apretó el botón rojo y silenció aquel ruido perturbador.

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