Diario La Tercera, lunes 18 de noviembre de 2013
Ha habido, en los anales de la historia democrática de Chile, otras jornadas políticas de tanta importancia como la que usted y yo vivimos ayer; seguramente lo fue la de 1920, cuando por primera vez las masas humildes mostraron su rostro, cantaron el Cielito Lindo y votaron por el León de Tarapacá, Arturo Alessandri; también lo sería la de 1970, año de mi primera participación en un acto eleccionario y preludio -la votación, no mi participación- de episodios trágicos y años oscuros. Ninguna, sin embargo, ni las importantes ni las que ya olvidamos, se ha acercado a la de este domingo en lo que toca a lo abrumador de sus “datos duros” y la presencia, por sobre el hombro de los votantes, de tantas entidades visibles o invisibles, prometedoras o amenazadoras, palpables o virtuales, en fin, de tal abundancia de significados e incógnitas.
Respecto a lo primero no son poca cosa tres o cuatro enormes papeletas, nueve candidatos a la presidencia, cientos al Parlamento, miles para llenar los cores -cargos aún más desconocidos que sus pretendientes-,…. millones de concurrentes y 30 grados de temperatura, pero respecto a lo segundo no son de desdeñar los …millones que no acudieron a las urnas y los infinitos movimientos y sectas de izquierda pululando en ámbitos universitarios y escolares y cuya conducta, ya a partir del 2014, sin duda extenderá una sombra sobre el próximo gobierno; a eso se suma la resucitación de vampiros ideológicos a los que nunca se termina de exorcizar, las sensibilidades y egolatrías que se multiplican en el seno de los partidos, las muchas doctrinas decimonónicas -incluyendo el delirante anarquismo- que están saliendo de sus tumbas, la gran variedad de personajes políticos recién llegados o ya envejecidos pero igualmente ambiciosos y vocingleros, los incontables díscolos, decepcionados, empoderados, movilizados, hastiados, encapuchados, los muchos ancianos temerosos, los no pocos descreídos irredentos y los ilusionados de siempre con la esperanza -renovada una y otra vez- de que ahora sí el país va a saltar al reino de la Equidad y la Felicidad.
Las demás elecciones, aun las de años recientes, se diluyen en mi memoria como una fotografía que, expuesta al sol, pierde sus colores y blanquea hasta hacerse casi irreconocible. Y las de mi niñez y juventud, todavía más remotas, dignas de libros de historia más que de recuerdos personales, se me aparecen como de otro mundo, eventos acotados, ordenados, recién planchados, con módicas filas de educados caballeros trajeados de día domingo y señoras de taco alto. Esos comicios, vistos en mi niñez, reflejaron un Chile que ya no existe, así como los de la época de Concertación el de uno que está dejando de existir; los de este domingo, evento multitudinario, heterogéneo, por momentos rabioso y por momentos vocinglero, hablan de un Chile que forcejea por existir. Por todo eso un abismo considerable se abrió entre esta y muchas de las previas elecciones. Fue tan grande como el que media entre un estrepitoso megaevento rock celebrado en el Nacional y un recital ofrecido por un cuarteto de cuerdas para 20 refinados valetudinarios.
Nadie, ayer, pudo dejar de sentirlo. Esperando la lentísima votación de cada ciudadano que nos precedía -especialmente quienes estuvimos, como nos merecíamos, en filas pobladas de ancianos- todos, creo, tuvimos tiempo sobrado para sentir e intuir lo que ya asoma su cabeza un poco más allá del horizonte. Cuando se ha oído en estos últimos tres años a tanto cabro chico que no se sabe la regla del tres pero balbucea acerca de echar abajo el modelo, cuando se ve a tantos encapuchados posando de revolucionarios, a setentones otrora allendistas desempolvando sus rabias de hace 50 años, a ciudadanos corrientes comprándose el cuento del empoderamiento y a otros que se asustan hasta de su sombra, no puede sino estarse seguro de esto: lo que sea que venga no será como lo de siempre. Ha terminado un larguísimo ciclo cuyos primeros 20 años impusieron la paz de los cementerios y cuyos segundos 20 años establecieron la paz del consenso, los temores y las cautelas. Todo eso se acabó.
¿Será malo, será bueno haber terminado con esa paz interminable? ¿Cómo saberlo? La historia no extiende pólizas de seguro ni boletas de garantía. Sólo sabemos que el futuro próximo será movido. Y por eso aun en los recintos de votación más tranquilos y buena onda, los cuales, dicho sea de paso, eran la inmensa mayoría, a casi todos los que votamos nos asaltó la sensación de estar embarcados en un navío que empieza a cambiar de curso hacia aguas no cartografiadas. Ya lo sabíamos, insisto, pero ayer lo sentimos en carne propia. Una cosa es hablar de cambios y otra votarlos; una cosa es adivinar el talante de los tiempos y otra que dependa de lo que marque nuestro lápiz en la cédula; una cosa es querer y aspirar y otra actuar y decidir.
Contrastó con esa importancia del voto la tranquilidad con que se emitió. Si acaso las elecciones de otrora eran siempre celebradas por la prensa de su tiempo con la ritual frase “ejemplo de madurez cívica”, la de ayer habría que festejarla como otro “ejemplo de madurez cívica”. Episodios aislados no son nunca capaces de dar la tónica. La pesada gravitación e inercia de nuestro carácter nacional impuso sus leyes. No es ya nación como la de antes, con “más aguante que pisadera de micro” como solía decirse, pero tampoco está enteramente en sintonía con el asambleísmo y movilizacionismo a ultranza. ¿En qué punto intermedio, mesocrático, pequeño burgués, razonable, mediano y cauteloso va a instalarse la conciencia del país y lo que se haga a partir de ella?
Los rostros que vimos ayer, en las filas, no nos lo dijeron…
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