No hay uno solo, ni tampoco unos pocos
sitios privilegiados para contemplar Santiago.
El piedemonte se extiende no solo
a lo largo de la precordillera de Santiago
sino que se interna por cadenas de cerros
hasta el mismo centro de la capital.
Y están también los cerros islas;
en la cumbre de uno de ellos
fue que Darwin contempló
el valle de Santiago
como un mar interior.
Es que Chile es tan delgado
y en cierto sentido
estuvo por tanto tiempo sumergido,
que se puede decir que nunca
hemos dejado de ser un país marítimo
y que cuando contemplamos estas cadenas
de cerros y la impresionante cordillera de los Andes,
estamos observando una imagen detenida,
una instantánea geológica de gigantescas olas orogénicas.
O sea toda esta belleza tiene su origen dramático
y tal vez en parte por ello es que conmueve tanto.
Alguien dirá que las torres surgidas
en décadas y años recientes no dejan ver el valle,
y en parte tienen razón, aunque aún quedan
extensas zonas de casas bajas en donde
uno puede asomarse o entrever en medio
de viejos tejados al poniente en llamas,
-los crepúsculos de Maruri-
cubriendo el cielo de este mar interior.
Todavía es posible apreciar, aquí y allá,
torres de antiguas iglesias que sobresalen
por sobre esas oleadas de techumbres
como mástiles y arboladuras
de navíos anclados, reluciendo bajo el sol.
No vemos el litoral,
pero tenemos ante nuestros ojos
el gentil perfil de la cordillera de la Costa.
Cuando despreciamos esta ciudad
me gusta volver a leer a la inolvidable
mujer y maravillosa poeta Raquel Weitzman:
Santiago de Chile
a veces pienso
santiago de chile
que en definitiva
mi amor eres tú
cuando oigo
que alguien
dice por ejemplo
que eres feo
sucio
sórdido
desordenado
triste
opaco
sin forma,
sufro.
no puedo oír
hablar mal de ti!
veo en matucana
tu horizonte naranja
tus barrios
con calor humano
tu olor
a hojas quemadas
en otoño
tu primavera de cerezas
el viento
en el crepúsculo.
y siempre la cordillera
el amor en todas partes
en los extraños hoteles
en los parques
la alegría
en las fuentes de soda
los gritos en los bares
los desfiles
con banderas
y antorchas en la noche.
y así camino por tus calles
sintiendo al lado mío
a pedro de valdivia.
Gracias, Raquel!
Pero para que no se crea
que promuevo el centralismo,
ni menos que Santiago es Chile,
despidámonos con un poema
de Hernán Miranda:
Nuestro País
Desde altamar no es más
que una línea de cumbres nevadas
emergiendo de las aguas.
Lo que se ubica bajo las cumbres,
esa franja invisible
al pie de las montañas,
es este país
que tanto dio y dará que hablar.
Si alguna vez naufraga
verán elevarse esas cumbres nevadas
y después irse a pique
con la bandera al tope.
En el momento
de hundirse bajo el agua,
seguro que escucharán
a algún gracioso
haciendo chistes de doble sentido
aferrado a la Cordillera de los Andes.
Siguiendo los fragmentos
ResponderEliminarde cintas de hormigón
que se despliegan por el suelo,
atendiendo a inespecíficas coloraciones blanquecinas,
grises, amarillentas y pardas cuya sugerencia origen
corresponde a la fraguada mezcla constructiva
compuesta de arena, piedras, pequeñas guijas,
cemento y agua y cuyas explanadas responden
a su vez, en una infinidad de sutiles maneras,
a la acción de la luz, el agua, el polvo,
la atmósfera citadina o la luminosidad general del valle,
seguimos nuestro camino de sombra en asombro.
Continuando por el costado de las aceras
de las calles de los barrios San Damián y Los Dominicos,
vemos conformarse estas veredas, a cuyo margen
crecen acantos y agapantos, o se yerguen muros,
sobre las cuales hay huellas de filtraciones y graffitis;
crecen hiedras, enredaderas y escaladoras
que se encaraman afirmadas en las rugosidades de las tapias
y vemos también descolgarse la flor de la pluma
y contemplar como se cubren de gloria al color de buganvilias.
Cercos verdes se alternan y se acompañan con prados
de sucesivos antejardines, franjas de cambiantes
combinaciones, las que a su vez varían
con las horas del día y el paso de las estaciones...
…y qué decir de los cubresuelos que se esparcen
al costado de estas estelas de pavimento
que anuncian la lejanía casi perdiéndose en la perspectiva;
mientras, de tanto en tanto, espolvoreadas por el suelo,
los tintes jacintos y lilas de la paulonia y de la flor del jacarandá
se despliegan como sombra colorida esparcida por el suelo.
La complementaria pigmentación foliar, floral y frutal
va enriqueciéndolo todo, desde el amarillo anaranjado
de la grevillea que se multiplica por doquier
a esos enormes ceibos que no se conforman
con llenar de sus intensos rojos la fronda de sus altas ramas,
sino que las reparte generosamente
por prados, senderos de maicillo y veredas.
Al levantar la vista, cómo no reparar también
en las nubes primaverales que configuran
el majestuoso escenario: una belleza en sí misma
y a la vez el ámbito espacial por excelencia
para que sea ocupado por el parsimonioso y elegante planeo
de una hermosa pareja de Aguiluchos,
o, más allá, el aletear volatinero de un Cernícalo
y hasta el súbito y vertiginoso pasar de un Halcón Peregrino.
¿Cómo representar esta diversidad en perpetuo cambio,
que dependiendo de los sentidos alertas
o de los estados de ánimo,
pueden sugerir otras realidades espacio-temporales,
una invitación a la fantasía, la invención o la remembranza?
¿Qué es lo que verdaderamente vemos,
cuando contemplamos la luz tamizada entre los árboles,
las hojas al trasluz, o lo sombrío, aquel adjetivo que se aplica
al entorno débilmente iluminado de colorido mortecino?
No lo sabemos, sólo experimentamos el esplendor de la tarde,
la fragancia de los jardines recién regados,
la despedida del día con la irrupción de la luz artificial...