Libertad de votar
Diario El Mercurio, Sábado 23 de noviembre de 2013
"La participación voluntaria en una elección de esta importancia política es un gesto de madurez cívica que no debería ser subestimado..."
La voluntariedad del voto es el insumiso protagonista de la pasada jornada electoral. Algunos políticos, con buena fe, aunque temerosos y basándose solo en cálculos electorales, abominan arrepentidos de esta libertad que concedieron hace poco.
No obstante, la participación voluntaria en una elección de esta importancia política es un gesto de madurez cívica que no debería ser subestimado por una visión que considere solo el lado vacío del vaso (la abstención) y omita tomar en cuenta la ampliación real de la libertad, de la confianza y de la transparencia en la elección. Más de seis millones y medio de ciudadanos que, sin temor a sanción alguna, acuden a sufragar —por entusiasmo, convicción, rechazo, costumbre o lo que sea— parece, desde ese ángulo, un número gigantesco y admirable.
Como varios han señalado, es un error contar y comparar votos cuya naturaleza distinta no puede ser pasada por alto como si entre esta elección presidencial y parlamentaria y las anteriores no hubiese sucedido nada.
El voto voluntario se asocia a la esencia de la relación entre el individuo y el Estado, y al grado de compromiso de aquel como agente responsable. El abandono de la obligatoriedad es, por lo tanto, el punto de tránsito desde una minoría de edad política (ese discurso infantilizador: “Si no haces tu tarea, te castigo”) hacia la mayoría de edad, en la cual el derecho a sufragar se constituye como auténtico poder.
El deber cívico es una retórica que no se compadece con la obligatoriedad: votar porque una norma jurídica lo manda y por temor a la sanción jurídica no satisface ese deber, que no es de índole jurídica, sino moral y, por lo mismo, debe ser asumido de manera autónoma por el sujeto.
En la deliberación que precede a toda decisión y elección, podrá el elector introducir todas aquellas legítimas motivaciones que la obligatoriedad excluía, y de ese modo los que se abstuvieron no forman parte ya de ese grupo nebuloso e indescifrable (“los no inscritos”), sino que tras su silencio e inactividad existe un individuo que, teniendo el poder de votar, no lo hizo por razones de las cuales se hace responsable. Su pasividad posee, así, un contenido fuerte y definido, y reclama ya también el rango de participación.
Si los políticos examinaran este rasgo no solo desde el punto de vista del elegido, sino también desde el punto de vista del ciudadano —es decir, del elector—, se darían cuenta del fortalecimiento que cada uno —y quizás los más pobres con mayor razón— experimentó por esta confianza que, como adulto que ya es, el Estado depositó en él.
No obstante, la participación voluntaria en una elección de esta importancia política es un gesto de madurez cívica que no debería ser subestimado por una visión que considere solo el lado vacío del vaso (la abstención) y omita tomar en cuenta la ampliación real de la libertad, de la confianza y de la transparencia en la elección. Más de seis millones y medio de ciudadanos que, sin temor a sanción alguna, acuden a sufragar —por entusiasmo, convicción, rechazo, costumbre o lo que sea— parece, desde ese ángulo, un número gigantesco y admirable.
Como varios han señalado, es un error contar y comparar votos cuya naturaleza distinta no puede ser pasada por alto como si entre esta elección presidencial y parlamentaria y las anteriores no hubiese sucedido nada.
El voto voluntario se asocia a la esencia de la relación entre el individuo y el Estado, y al grado de compromiso de aquel como agente responsable. El abandono de la obligatoriedad es, por lo tanto, el punto de tránsito desde una minoría de edad política (ese discurso infantilizador: “Si no haces tu tarea, te castigo”) hacia la mayoría de edad, en la cual el derecho a sufragar se constituye como auténtico poder.
El deber cívico es una retórica que no se compadece con la obligatoriedad: votar porque una norma jurídica lo manda y por temor a la sanción jurídica no satisface ese deber, que no es de índole jurídica, sino moral y, por lo mismo, debe ser asumido de manera autónoma por el sujeto.
En la deliberación que precede a toda decisión y elección, podrá el elector introducir todas aquellas legítimas motivaciones que la obligatoriedad excluía, y de ese modo los que se abstuvieron no forman parte ya de ese grupo nebuloso e indescifrable (“los no inscritos”), sino que tras su silencio e inactividad existe un individuo que, teniendo el poder de votar, no lo hizo por razones de las cuales se hace responsable. Su pasividad posee, así, un contenido fuerte y definido, y reclama ya también el rango de participación.
Si los políticos examinaran este rasgo no solo desde el punto de vista del elegido, sino también desde el punto de vista del ciudadano —es decir, del elector—, se darían cuenta del fortalecimiento que cada uno —y quizás los más pobres con mayor razón— experimentó por esta confianza que, como adulto que ya es, el Estado depositó en él.
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