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"Padres" de la historia y la madre del desastre‏


por Fernando Villegas

 Publicado en el suplemento de Reportajes de La
Tercera, 06 de octubre del 2012

Con la reciente muerte del gran historiador Eric Hobsbawm, cuya estatura académica ha merecido tupidas páginas de alabanzas y todas las efusiones que se brindan unánimemente a las grandes mentes cuando ya han muerto -antes de eso, no lo neguemos, algunos los ven como molestos fósiles vivientes proyectando demasiada sombra sobre sus colegas más jóvenes-, este cronista ha recordado lo que todos oímos decir en el colegio, o al menos todos aquellos de nosotros cuya generación aun recibía, en la escuela, lecciones de historia propiamente tal y no de presuntas “ciencias sociales”. “Heródoto”, se nos decía, “es el padre de la Historia”. En verdad no fue el primero que escribió acerca de los hechos del pasado, su pasado, pero sí es el primero cuya obra se conservó completa -los “Nueve Libros de la Historia”- y de alcance masivo, una descripción panorámica de la totalidad del mundo antiguo durante su lapso de vida, transcurrido a mediados del siglo V a.C. El propio Heródoto describe, en el primer párrafo, la razón de ser de su obra, centrada en las guerras médicas que enfrentaron a persas y griegos, pero acompañada de mucho más:

“Heródoto de Halicarnaso presenta aquí los resultados de su investigación para que el tiempo no abata el recuerdo de las acciones humanas y que las grandes empresas acometidas, ya sea por los griegos, ya por los bárbaros, no caigan en olvido; da también razón del conflicto que enfrentó a estos dos pueblos…”.


Pero si acaso el griego Heródoto fue el “padre”, sucede que por razones misteriosas “los padres” de la disciplina resultaron luego -“luego” es un par de milenios y medio más tarde- ser los anglosajones, en especial los británicos. El número de celebrantes de primera magnitud de esta liturgia académica y respondiendo a ese origen cultural, el anglosajón, es impresionante. Eric Hobsbawm era sólo uno de ellos. De su calibre o similar hay un número contundente. Mencionemos sólo algunos a partir del siglo 18: Edward Gibbons, el autor de “Decadencia y Caída del Imperio Romano”, un clásico no perecible y siempre retornable porque luego de leído una vez suele leerse dos veces o más, a quien se agrega un siglo después el gran J.B. Bury, J.M. Roberts, Anthony Beevor, Michael Burleigh, Bárbara Tuchman, A.J.P. Taylor, John Julius Norwitch, Will Durant, Robin Lane Fox, Michael Grant, Crane Brinton, Ian Kershaw, Norman Davies, A.H.M. Jones, Arnold Toynbee, Simon Schama y un larguísimo etcétera. Varios están disponibles en Chile.


Los historiadores mencionados no son del mismo calibre -aunque todos son importantes- ni se dedican a las mismas especialidades ni lo hacen de similar manera; los hay concentrados en la llamada “Antigüedad Clásica”, otros en la historia Europea o la totalidad de la historia mundial, otros a la de Gran Bretaña o a ciertos procesos históricos sin importar dónde y cuándo ocurran; en cuanto al tratamiento de su especialidad, los hay originales en sus enfoques, investigadores puros que revolucionan un campo o lo ponen entre paréntesis, filósofos de la historia que buscan patrones o leyes de desarrollo y también los llamados “historiadores populares” que narran del modo más atractivo posible, para el público lector en general, hechos ya conocidos, lo cual, si ha de hacerse con eficacia literaria y académica, requiere también de gran talento. 


Historia de la historia


¿Por qué? ¿Cuál es la razón de tal abundancia de genio académico anglosajón en dicha área? Como todo lo demás, el fenómeno tiene una historia, esto es, un origen, un desarrollo, una institucionalización y una tradición. En su más remoto origen se sitúa en el currículum de estudios que se esperaba y suponía en todo miembro de la élite británica y norteamericana, al menos desde el siglo 18 en adelante: el conocimiento del griego y/o del latín aprendidos con la lectura y estudio de los historiadores, los filósofos y los oradores de la antigüedad clásica. Esa disciplina se incrustó en todo el sistema educativo británico, desde las escuelas públicas a las universidades. Se esperaba, de dicho aprendizaje, el desarrollo no sólo de una amplia base de cultura histórica y lingüística, sino, además, la asimilación de los valores de la élite griega y romana del pasado y un sentido aristocrático de la vida centrado en el cumplimiento del deber. Aunque dicho currículum se ha debilitado mucho en el presente, aun hoy las universidades anglosajonas y las instituciones militares de esos países ofrecen fuertes departamentos de estudios clásicos dotados de numerosos y prestigiosos profesores. La presencia de esta tradición, por diluida que esté, se detecta hasta en el cine norteamericano, donde incluso en una película de ciencia ficción -Battleship- aparece un oficial de marina citando de memoria una sentencia completa de la Odisea de Homero. 


Es de esa tradición, de esos departamentos clásicos, de ese énfasis en la lectura en el “idioma original” y en las muchas editoriales que ofrecen material clásico en estupendas traducciones para el público lector, de todo eso que se alimentó el interés y la capacidad de esos hombres y mujeres con un nombre importante en el campo académico. Nacieron, se criaron y desarrollaron en años cuando no saber de Homero o de Tácito era muestra indudable de ignorancia. 


Rigor Académico


Entiéndase que ese énfasis por los llamados “estudios clásicos”, todavía existente en el mundo académico anglosajón, no tiene ni la más mínima relación con lo que en Chile entendemos o entendíamos por lo “humanístico”. Lo “humanístico” nunca significó aquí rigor, sino relajo. En el colegio se prefería el “área humanística” sólo para hacerles el quite a disciplinas exigentes y arduas como la biología, química, física y en especial las matemáticas. Hasta el día de hoy muchas carreras universitarias son “elegidas” por esa sola razón. Bien puede suceder que una cátedra universitaria de historia antigua, si acaso existe, tenga menos exigencias, en Chile, que un curso de lo mismo para escolares, en Gran Bretaña. 


Quizás eso, ese déficit por los estudios históricos, pese a su enorme importancia para desarrollar y ampliar la mente, importaría algo menos si no fuera el caso de que está orgánicamente conectado con aquello de la “mala calidad de la educación” tan cacareada y que movilizó a todo el país, incluyendo a quienes nunca leen nada y nunca se ocuparon antes de averiguar qué hacen sus hijos con el tiempo libre. Si el estudio de la historia carece de rigor o apenas existe es porque el estudio de TODO apenas tiene rigor y CASI no existe. Una cosa va con la otra. Una cultura de facilismo intelectual se contagia de ramo en ramo, infecta los criterios pedagógicos, malea a los profesores y desde luego echa a perder a los alumnos. Por eso hay tantos “pedagogos” que repiten como loros la tonta y hueca consigna de que sólo interesa “aprender a aprender”, aunque sin explicar cómo lograr eso sin hacerse el esfuerzo de aprender nada. Son los mismos que señalan que, en todo caso, “ahí está Google”.


Madre del Desastre

Entonces, oyendo eso, es cuando entendemos dónde está verdaderamente la madre del desastre educativo. Está en el currículum, en el criterio imperante, en la falta de exigencias, de disciplina, de verdadero rigor, no en el estatuto jurídico de los colegios. Porque, en efecto, sea el colegio público o privado, ¿cómo buscar provechosamente algo en Google si no se sabe qué buscar ni hay interés en hacerlo? ¿Cómo teclear “Heródoto” en el diálogo de Google para saber de él si no se sabe antes que existió, si no se sabe qué significa 428 a.C., si no se sabe de las guerras médicas y si no interesa saberlo? Y si nunca se ha hecho el esfuerzo de retener en la memoria absolutamente nada, ¿cómo lograr esas acumulaciones de conocimiento, el inmediatamente operativo en la mente que permiten asociar, juzgar, extrapolar, imaginar, crear y adquirir más conocimiento? No se puede…

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