La lluvia cae sobre al agua apozada en el borde de la cuneta.
Las gotas salpican la superficie asemejando un charco lleno de vida.
El borde de la calzada transformado en estanque, recibe y acumula
el agua de las nubes convirtiendo al suelo en el reflejo del cielo.
Las ondas circulares crecen
e interfieren unas con otras,
dando la ilusión de ondas gravitatorias
que se propagan por el espacio y el tiempo.
De pronto se crea una burbuja
la que se desplaza a la deriva;
como un barco cupular y transparente,
alejándose calle abajo.
Despidiendo visos tornasolados,
propio de las películas delgadas,
exhibe su belleza de estrella fugaz
y desaparece tras sus -a lo más-
quince segundos de gloriosa hermosura.
Como el propio universo, esa otra burbuja,
con la diferencia de que su vida se mide
en escala de miles de millones de años.
Comparado con éste,
nuestras vidas son equivalentes
a esos pocos segundos
de la efímera burbuja del borde de la calle.
Desde esa perspectiva,
observamos primero
el fabuloso despliegue
de un espléndido arcoiris,
otra delgada película en cinemascope.
Tras la brisa
que dispersa las nubes
y con la llegada de la noche,
aparece el cielo nocturno
y sus titilantes estrellas,
las que contemplamos
-como el poeta-
desde las alcantarillas,
por quince eternos segundos
de éxtasis antes de desaparecer
del flujo visible de la vida,
cargados de esperanza..
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