por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 16 de Octubre de 2011
La posibilidad de enganchar con alguien en una conversación no tiene que ver con el tema sino con la compatibilidad de las sensibilidades. Hay temas del mayor interés a los que uno puede acceder en un libro informativo o en un documental de la televisión, pero se vuelven opacos y desesperantes cuando un individuo trata de darnos cátedra sobre ellos entre whiskies . En este sentido, un ejemplar reñido con el arte de la conversación es el hombre didáctico, aquel que percibe el día a día como la permanente oportunidad de aprender y de enseñar algo nuevo. Este tipo de persona suele ser además guardián del correcto uso del lenguaje, pero ése es otro cuento.
A veces, cuando tengo dudas específicas de carácter histórico, literario, lingüístico o simplemente técnico (propiedades del arco voltaico, por ejemplo), deslizo la pregunta a algún amigo de notable memoria o de variada experiencia, pero lo hago un poco entre paréntesis, a la pasada, de modo que el tema en cuestión no se extienda más allá de lo tolerable.
"No me cuente más", parece que decía Henry James cuando en alguna de las frecuentes comidas a las que asistía escuchaba una historia digna de transformarse en novela. Le bastaba con el bosquejo y no quería entorpecer su actividad mental con el fatigoso ripio de los detalles. Pero sin duda hay algo más: es de muy mal tono capitalizar una situación social dándole excesivo tiraje a un puro asunto, al margen de su importancia.
Las conversaciones, decía Germán Marín, por lo general mueren en sí mismas. Creo que se refería a las largas sobremesas entre amigos que tienden a centrarse, a la hora del estribo, en el rubro de las barbaridades y las exageraciones, por no mencionar el pelambre humorístico y el cinismo. Por lo mismo, la observación de Marín trata de subirle el pelo ontológico a esas instancias que están más cerca del guirigay que de la exposición ilustrada. La erudición, incluso la reflexión filosofante, opera en tales ocasiones como base de fondo o cama elástica que da el impulso a las más cebadas variaciones retóricas. Afirmar que una conversación muere en sí misma provoca un efecto melancólico y quizás es melancólico el fin de cualquier sobremesa con botellas a medio consumir y panes desmigajados sobre el mantel. Se podría añadir que las palabras y la risa también se desmigajan en sus ecos, que uno abandona entrada la tarde, cuando no quiere sino volver al silencio.
No me atrevo a confeccionar una lista definitiva de malos conversadores, por riesgo a equivocarme. Que un tipo sea enfático, vanidoso, egotista o pusilánime no significa que su conversación sea del todo descartable. El único pájaro con el que jamás se podrá establecer un parloteo medianamente feliz es aquel que carece de sentido del humor, el que no entiende las ironías ajenas y que lanza las propias con rabia.
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