Señoras del buen morir , de la escritora, ensayista y crítica Adriana Valdés (1943) reúne un conjunto de poemas en los que la muerte es invocada, conversada y merodeada como si la autora buscara declarar poéticamente un anhelo frente ella. La palabra poética cumple en estos versos el papel de ensalmo, conjuro, lamento, rogatoria, invocación y, en buena medida también, de conocimiento, de examen sereno y contenido que una conciencia vigilante, amigable y matizada efectúa acerca de la muerte.
Valdés, una lectora fina y personal, hace reverberar en sus poemas de manera casi invisible parte de la tradición filosófica y literaria: Dylan Thomas, E.E. Cummings, Rilke desde luego, Auden, pero también la gran corriente de elegías y consolaciones que fluye desde la antigüedad greco-latina, y la sabiduría antigua del ligero desprendimiento y la insobornable lucidez. La preparación y meditación de la muerte en la filosofía de la tardo Antigüedad, como eje del "cuidado de sí mismo", resuenan a menudo en estos versos que evocan a algún texto de Séneca, las Meditaciones de Marco Aurelio, uno de los ensayos finales de Montaigne o pasajes de las Memorias de Adriano , de Marguerite Yourcenar.
La autora opta por un lenguaje en que prevalecen la llaneza y claridad e, incluso, cierto tono coloquial, huyendo de lo rimbombante, visiblemente luctuoso y palmariamente fúnebre. Valdés no quiere apesadumbrar. La cita no se puede cancelar: la muerte, en toda su radicalidad, comparece siempre en la condición humana y ello envuelve, ciertamente, una irredimible e inconmensurable pérdida que nada mitiga, pero simultáneamente, no la convierte en enemiga porque no borra la belleza y la alegría de lo vivido y, bien acogida, al contrario, lo enmarca y subraya. Así, una especie de espiritualismo disperso y un panteísmo mínimo y soleado opera una reconciliación entre la vida y la muerte y hace despuntar una trascendencia plena de ligereza y de amor por esta existencia: "He de reaparecer de vez en cuando/ como pájaro, nadando sobre las olas del mar,/ como susurro,/como fugaz olor de jazmines,/ sólo para decir/ que los he dejado en paz/ y hasta mis sombras serán benévolas/ han de reír de vez en cuando/ como cuando nos queríamos tanto/ y estuvimos juntas -por tan poco tiempo-/ en una tierra gloriosa". No es el temor a la muerte la fuerza que agita estos versos. El poeta escribe más bien desde otro temor: el temor a la expropiación de la muerte, a que la muerte deje de ser ese acontecimiento singular inescindible de nuestra vida de siempre y se convierta en una muerte adocenada, mecánica y alienada, la muerte de los hospitales. En "Déjeme morir en mi ley", dedicado "a mis hijas", el primer poema de este libro, se declara, en efecto: "Sin marcapasos,/ sin prótesis,/ denle a mi corazón permiso/ de cansarse, a mis arterias/ permiso de romperme e inundarme, quisiera/ estar conversando con una de ustedes/ decir ¡ah! Y quedarme,/ o tenderme por un dolor de cabeza/ como cualquier otro día/ y no despertar más. Por nada/ entrar en máquinas infernales, infinitas,/ en recambio de piezas, en un aire mecánico/ en la fila desgraciada respirando al unísono./ El hálito vital es otra cosa/ no un respirador mecánico; el hálito/ sopla donde quiere y donde quiere se va/ y marca un ritmo, y tiene consonancias/ inasibles para la industria de la muerte/ Ahí es donde no quiero estar/ en las usinas de esa industria, hecha pelele, hecha cifra/ de contabilidades mezquinas, hecha presa/ de los largos dedos fríos de la usura./ Señoras del buen morir, yo quisiera evocarlas/ "retirándose con dignidad", como decía alguien ¿broma,/ y muriéndose como antes, como yo quiero morir/ si todavía se puede, todavía, ojalá". El uso de un lenguaje coloquial ("hecha pelele", por ejemplo) patentiza esa incómoda presencia de la muerte en nuestra vida cotidiana y es sabiamente combinado con versos de mayor densidad formal como "en la fila desgraciada respirando al unísono" o "de los largos dedos fríos de la usura". El poema intercala versos directos con otros que miran de soslayo, se abre con sentencias breves y airadas y concluye con una sosegada imploración a esas divinidades benévolas, las señoras del buen morir.
El motivo de la "muerte propia" se asocia, además, al de "la muerte inoportuna", a aquella que demora demasiado y llega cuando "ya se cae de maduro" y se es una "caricatura de sí mismo". También la autora tantea, "la muerte del otro", el ser querido ausente, que partió hace tiempo pero que vuelve como nostalgia y culpa por lo que quedó truncado, por lo no dicho y que ya nunca podrá serlo.
Valdés, no obstante la aparente sencillez de su poetizar -un decir honesto, sereno y sin aspavientos-, despliega una gran variedad de recursos poéticos (imágenes sugerentes, ritmo, sonoridades en distintos registros, ajustados encabalgamientos, rimas interiores) para intentar mostrarnos su sutil y personal trato con la vieja señora.
Adriana Valdés
(Santiago, 1943) es crítica de arte y literatura, escritora, docente. Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua y profesora invitada en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Entre sus obras destacan: Composición de lugar (1996), Memorias visuales (2006) y Enrique Lihn: vistas parciales (2009). Junto a Pedro Lastra publicó el libro póstumo de Lihn, Diario de muerte (1989) y, junto a Ana María Risco, los Escritos sobre arte (2008), de Lihn.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS