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We are the world, we are the children...‏


por Daniel Mansuy Huerta

¿COMO MEDIR la calidad de un régimen político? Para esta difícil pregunta, Rousseau propone una respuesta muy sencilla: si la población crece, el régimen es bueno; si disminuye, el régimen es malo. El criterio sugerido por Rousseau nos obliga a formular una tonelada de preguntas incómodas, pues el censo 2012 confirma una tendencia anunciada hace años: nuestra población crece a un ritmo tan lento, que no es descabellado suponer que los chilenos empecemos a reducirnos en un plazo no demasiado largo. De hecho, la tasa de natalidad apenas alcanza 1,9, lo que es inferior a la tasa de reposición: en Chile faltan niños, y muchos.

La cuestión tiene dimensiones económicas, sociales y estratégicas, aunque no puede reducirse a ninguna de ellas. Es un problema económico, porque el crecimiento no es sustentable sin una población activa predominante, y no podemos recurrir eternamente a la inmigración. Es un problema social, porque no es seguro que en Chile estemos preparados para hacernos cargo, entre tan pocos, de todos nuestros abuelos. Es un problema estratégico, porque la población es el soporte de nuestro territorio. Pero es, sobre todo, un problema existencial: ¿los chilenos queremos seguir existiendo y perpetuar aquello que nuestros padres nos legaron? Después de todo, nación y nacimiento tienen la misma raíz semántica.

En todo caso, lo más grave es que a nadie parece importarle demasiado. Los políticos siguen enfrascados en sus discusiones, los actores sociales guardan silencio, y no faltarán los pueblerinos que se alegren porque estos números nos acercan al primer mundo. Y aunque no se trata de predicar el apocalipsis, es un problema de primera magnitud que merece toda nuestra atención. Por más que lo ignoremos, dudo de que haya un fenómeno de mayor calado en el Chile de hoy.

Parte de la dificultad que tenemos para siquiera percibir el problema, tiene que ver con nuestra manera algo estrecha de encasillar los temas. La preocupación por la familia es “de derecha” o, peor, “conservadora”. Así, la izquierda se da el lujo de obviar una cuestión tan relevante y a la que podría sacarle tanto provecho, como la natalidad: de tanto perseguir el curso de la historia, los más progresistas suelen desorientarse. Como fuere, se hace indispensable un acuerdo transversal (como ocurre en el resto del mundo) para intentar revertir la tendencia. En rigor, sólo hace falta voluntad política, pues disponemos de una buena cantidad de experiencia comparada. Y todos los instrumentos son válidos, porque la cuestión toca todas las dimensiones de la vida humana: políticas tributarias que consideren las realidades familiares antes de cobrar, construcción de viviendas adaptadas a la vida familiar, sistemas de salud que no penalicen sistemáticamente a las mujeres en edad fértil ni a las familias con varios hijos, e incluso ayudas directas a las familias numerosas de escasos recursos.

El desafío es arduo, pues supone dejar de ver a los hijos como algo puramente privado. El nacimiento de un niño no nos puede ser indiferente, porque tiene un significado político. La natalidad, decía Arendt, es el milagro que salva al mundo y a los asuntos humanos de su ruina natural, y por eso urge pensarla políticamente, aunque sólo sea para superar el misterioso silencio que rodea a nuestros niños ausentes.

Publicado en La Tercera el miércoles 5 de septiembre de 2012

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