por Sebastián Gray
Diario El Mercurio, VD, Sábado 20 de Octubre de 2012
Hacia mediados de los años ’70, los habitantes de algunas de las principales ciudades norteamericanas se alzaron en franca furia contra la destrucción antojadiza de edificios y barrios históricos a manos de gestores inmobiliarios o por proyectos públicos de “renovación urbana”, como se dio en llamar el desarrollo avasallador de la postguerra. A Nueva York todavía le duele en el amor propio haber perdido en 1963 la deslumbrante Pennsylvania Station, templo romano en granito y fierro fundido, para reemplazarla por una lúgubre estación subterránea. Vincent Scully, gran crítico de arquitectura, se lamentó entonces: “Uno llegaba a la ciudad como un dios; ahora uno se escabulle como una rata.” En Boston, en tanto, una carretera urbana elevada había cortado a la ciudad en dos y barrios históricos completos habían sido demolidos sin más razón que ser remplazados por “modernidad”. Fue precisamente en Boston donde el vecindario organizado logró, por primera vez en ese país, detener otro gigantesco proyecto de autopista estatal; oposición precursora de lo que hoy constituye la esencia del diseño urbano norteamericano: la participación ciudadana.
Diario El Mercurio, VD, Sábado 20 de Octubre de 2012
Hacia mediados de los años ’70, los habitantes de algunas de las principales ciudades norteamericanas se alzaron en franca furia contra la destrucción antojadiza de edificios y barrios históricos a manos de gestores inmobiliarios o por proyectos públicos de “renovación urbana”, como se dio en llamar el desarrollo avasallador de la postguerra. A Nueva York todavía le duele en el amor propio haber perdido en 1963 la deslumbrante Pennsylvania Station, templo romano en granito y fierro fundido, para reemplazarla por una lúgubre estación subterránea. Vincent Scully, gran crítico de arquitectura, se lamentó entonces: “Uno llegaba a la ciudad como un dios; ahora uno se escabulle como una rata.” En Boston, en tanto, una carretera urbana elevada había cortado a la ciudad en dos y barrios históricos completos habían sido demolidos sin más razón que ser remplazados por “modernidad”. Fue precisamente en Boston donde el vecindario organizado logró, por primera vez en ese país, detener otro gigantesco proyecto de autopista estatal; oposición precursora de lo que hoy constituye la esencia del diseño urbano norteamericano: la participación ciudadana.
En Chile ni siquiera nos atrevemos a debatir el concepto. No es, como se quisiera hacer creer, un simple referendo previo a la materialización de un proyecto urbanístico; tampoco una consulta de cortesía a manera de “insumo” en planos reguladores o normas locales. Participación verdadera es vincular a la ciudadanía en todas las decisiones que la puedan afectar, desde los instrumentos de planificación hasta el diseño del espacio público, incluso el diseño arquitectónico de edificios singulares. Para lograr este grado de compromiso, la ciudadanía está bien informada de lo que se debate, y capacitada para participar constructivamente. ¿Cómo se logra tal maravilla? El Estado –cuya principal misión es velar por el bien
público– invierte lo necesario para informar, capacitar y promover la participación.
público– invierte lo necesario para informar, capacitar y promover la participación.
¿Por qué lo hacen así? Porque, a pesar de que los procesos son más lentos, más inciertos y por tanto más caros (razones por las que los inversionistas privados y los gobiernos breves aborrecen visceralmente la idea), en realidad todos ganan, y a largo plazo. Instrumentos y proyectos de la mayor trascendencia surgen de la transacción entre los cuatro actores fundamentales de la ciudad (inversionista, autoridad, arquitecto y ciudadano); se acuerdan innovadoras compensaciones que, satisfaciendo las partes, legitiman lo que se materializa como ciudad.
La participación ciudadana es, en realidad, la institucionalización del orgullo cívico, la receta de la ciudad colectivamente defendida; sólo posible con liderazgos visionarios. ¿Los tenemos?
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