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Los Nibelungos en Londres


por David Gallagher 
Diario El Mercurio, Viernes 19 de Octubre de 2012 


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Como toda gran obra, "El anillo del Nibelungo" ilumina a toda época y a todo lugar en que se presente. Es lo que pensé al ver la tetralogía de Wagner esta semana en Londres. De alguna forma u otra -me dije-, la ópera nos habla hasta de la crisis económica mundial, como también de la heterogénea Inglaterra de hoy.
"El anillo" fue concebido cuando Marx escribía el "Manifiesto Comunista", y no es imposible interpretarlo como una crítica al "capitalismo salvaje", como el que algunos creían ver en los Estados Unidos durante la crisis sub-prime . Pero, paradójicamente, se puede ver también como una crítica a cualquier Estado excesivamente interventor y gastador, como lo han sido los de Europa. Me aventuraría a agregar que la ópera sugiere que ninguno de los dos extremos de sistema económico es aceptable o sostenible.
Por un lado está Alberich, el codicioso Nibelungo que les arrebata el oro a las doncellas del Rin. Con ese recurso natural no renovable, y la abundante mano de obra que él explota sin piedad, Alberich acumula un gigantesco patrimonio. Él es la encarnación de un capitalismo depredador y cruel. Por su lado está Wotan, el dios o, por así decirlo, el Jefe del Estado. Él gasta una fortuna en una gigantesca construcción llamada Valhalla, sin tener el dinero para pagarles a los constructores, los gigantes Fafner y Fasolt. Como los bonistas que asedian a Grecia o España, los gigantes le exigen a Wotan el pago de su deuda, y para satisfacerlos, él les saca plata a los ricos: le expropia a Alberich su fortuna. Pero al saldarse la deuda del Estado, se crea un problema nuevo, porque Fafner acapara el dinero en una cueva: no hay economía que aguante semejante contracción monetaria.
Este mundo de recursos mal habidos y mal asignados sólo se salva cuando el oro es devuelto al Rin por una mujer que privilegia el amor sobre el dinero. Wagner nos retrotrae entonces a una suerte de paraíso arcaico, un paraíso precolombino por así decirlo, en que el oro no es un miserable medio de pago, sino, como los árboles del bosque prístino, un componente de la naturaleza cuyo único valor está en su intocable belleza. Un paraíso arcaico anterior al desarrollo económico que, cabe decirlo, es difícil de imaginar en el pujante Londres de hoy.
En "Die Walküre", la segunda ópera de la tetralogía, hay un diálogo memorable entre Wotan y Fricka, su mujer. Fricka cree que no se puede nunca modificar las leyes escritas; Wotan, que éstas se deberían adaptar al cambio continuo que le da vida al mundo. La conversación de alguna manera encarna las diferencias entre un sistema legal basado en un código civil, y uno consuetudinario, como el de Inglaterra.
A diferencia de lo que temería Fricka, la inexistencia incluso de una constitución escrita no ha impedido que en Inglaterra se preserven las tradiciones más antiguas y esotéricas. Es un país en que siempre se ha seguido la recomendación de Hayek, de nunca temer la innovación, pero a la vez nunca desechar las tradiciones que no hagan daño, porque aun cuando parezcan obsoletas, les dan identidad a las personas, las unen y les dan confianza. Lo pensaba esta semana en More, una calle peatonal, donde a un extremo se ve el Tower Bridge, el puente levadizo neogótico que es uno de los símbolos de la ciudad, y al otro el Shard, un rascacielos puntiagudo de 310 metros, diseñado por Renzo Piano. Sus dueños, de Qatar, lo financiaron bajo los preceptos de la banca islámica, y nadie que lucre de juegos de azar o de alcohol lo puede ocupar. Un ejemplo, pensé, de la estimulante heterogeneidad de un Londres cuyo apego espontáneo a antiguas tradiciones no escritas le ha dado la confianza, el aplomo para ser hoy la ciudad más cosmopolita que existe.

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