por Andrés Gomberoff, vicerrector de Investigación y Doctorado UNAB (Universidad Nacional Andrés Bello)
Revista Qué Pasa 18/10/2012
Es complejo estar en dos lugares a la vez. Erwin Schrödinger lo sabía mejor que nadie. Las más prestigiosas universidades del mundo querían contar con sus servicios, sin embargo no era fácil para la conservadora tradición de instituciones como Princeton o Oxford aceptar un profesor que pretendía llegar con su esposa y una amante embarazada. Para Schrödinger era difícil de entender. Su esposa y su amante estaban de acuerdo con todo esto. Más aún, él siempre aceptó la relación que su esposa mantenía con su colega y amigo Hermann Weyl. Parte del mundo universitario no estaba preparado para aceptarlo en varios lugares a la vez. Eran lugares en donde las leyes sociales prohibían una presencia simultánea. Esta oposición, sin embargo, no era nada en comparación a la que vendría después, cuando el físico vienés se puso a la cabeza de la revolución intelectual más importante del siglo XX, que desafiaría todas las teorías físicas hasta entonces aceptadas.
Fue en 1926 cuando Erwin Schrödinger publicó uno de los artículos fundamentales de la historia de la ciencia. En él, formuló la ecuación que lleva su nombre, que describe la física del mundo microscópico de las moléculas y átomos. Se trata de la formulación más popular e influyente de lo que hoy conocemos como “mecánica cuántica”.
El precursor de esta teoría había sido el alemán Werner Heisenberg, quien un año antes había clavado la primera bandera en la ciencia de las dimensiones atómicas. Pero la formulación de Schrödinger contenía de manera explícita uno de los elementos claves que desencadenaron la controversia sobre su interpretación: la así llamada función de onda. Éste es un artefacto matemático que describe completamente un sistema físico. Si antes de la mecánica cuántica describíamos un sistema, determinando la posición y la velocidad de las partículas que lo conformaban, ahora debíamos utilizar este objeto etéreo y no localizado que llena todo el espacio. Uno que no nos dice dónde están las cosas, sino solamente la probabilidad de encontrarlas en cada lugar al observarlas. La noción de un objeto en un lugar determinado ya carecía de sentido. Un objeto puede estar en varias partes simultáneamente.
Para Schrödinger debió ser lo más natural del mundo.
Determinismo perdido
La mecánica cuántica nos dice que en cualquier instante un sistema está en todos los estados a los que tiene acceso. La función de onda nos indica cuál es la probabilidad de encontrarlo en cierto estado una vez que hacemos una medición. Así, por ejemplo, si estudiamos el movimiento de una partícula, ya no podemos preguntarnos dónde estará en cada instante (pregunta que la mecánica de Newton es capaz de responder). Las ecuaciones describen la función de onda de la partícula, que sólo nos dice cuál es la probabilidad de encontrarla en un instante dado en un punto del espacio. La característica más novedosa de la mecánica cuántica es la introducción de probabilidades a un nivel fundamental. Antes, uno utilizaba probabilidades sólo como medida de nuestra ignorancia. Ahora estaban en los fundamentos de la teoría (de allí la famosa frase de Einstein: “Dios no juega a los dados”).
A diferencia de toda la física que hasta entonces se conocía, la mecánica cuántica parecía indicar que la naturaleza no era predecible, pues cada vez que hacíamos una medición, las probabilidades entraban en juego. La función de onda evoluciona de manera predecible, determinista, pero en el instante que observamos ocurre el “colapso de la función de onda”, en que sabemos con certeza, digamos, la posición de una partícula. La observación ha modificado radicalmente la evolución de nuestro sistema en un acto arbitrario, en un lanzar de dados cósmico.
El Gato que está vivo y muerto
La interpretación probabilista de la función de onda se debe al físico alemán Max Born, y es conocida como la “interpretación de Copenhague”. Hoy sigue siendo el punto de vista dominante, principalmente porque todos los experimentos parecen confirmar su efectividad. Y en física solemos quedarnos con las interpretaciones más sencillas posibles que den cuenta de los experimentos, independientemente de las discusiones metafísicas y filosóficas que continúan hasta nuestros días. En su época, fueron Einstein y Schrödinger los más descontentos con los problemas conceptuales que imponían las nuevas ideas que ellos mismos habían ayudado a construir. Intercambios epistolares entre estos dos gigantes de la ciencia fueron modelando un experimento mental al que finalmente el vienés dio forma final en lo que conocemos como “el gato de Schrödinger”, uno de los animales más importantes en la historia de la ficción felina. En éste, la posibilidad de las partículas microscópicas de estar en dos lugares a la vez es transportada, a través de un ingenioso mecanismo, a la posibilidad de un gato de estar simultáneamente vivo y muerto.
Quizás podríamos aceptar, relajando el sentido común y con algún esfuerzo, que en los confines de las dimensiones atómicas un electrón pueda estar simultáneamente en dos puntos distintos alrededor de un núcleo atómico. Pero algo del tamaño de un gato, que podemos ver con nuestros propios ojos ¿puede estar simultáneamente a ambos lados de la frontera entre la vida y la muerte?
El mecanismo es así; el gato estaba dentro de un contenedor en el cual había un átomo inestable, que en cualquier momento podía emitir una partícula. En el contenedor había además un detector de estas partículas, conectado a un sistema que al momento de la detección accionaba un mecanismo que dejaba escapar un gas venenoso. De este modo, si de acuerdo a la mecánica cuántica, el átomo podía estar simultáneamente en el estado inestable (antes de la emisión) y el estable (después de la emisión), entonces el gato también debía estar simultáneamente vivo y muerto. Sólo en el momento que un observador abre el contenedor y observa, la función de onda colapsará y comprobaremos, con toda certeza, si el gato está vivo o muerto.
Obviamente, esto no parecía razonable. Y no lo era. La solución a la paradoja reside en el hecho que el gato es un objeto enorme, compuesto por un gran número de partículas y estados. El gato es más bien un observador. Es él quien provoca el colapso de la función de onda del átomo. Para observar no se necesitan conciencias humanas. Basta un sistema suficientemente grande, como un gato, que podemos describir clásicamente, para que el delicado sistema cuántico en estudio “colapse”. Es lo que en tiempos modernos se conoce como la pérdida de coherencia cuántica.
Hoy no cabe duda que la mecánica cuántica es la mejor descripción para el mundo atómico y subatómico. Lo bizarro del universo cuántico parece estar confinado a estas escalas, y no parece observable directamente para nosotros. No ha sido posible llevar estos extraños comportamientos a objetos tan grandes como gatos, como en el experimento mental ideado por Schrödinger, sin embargo ha habido avances importantes.
La semana pasada, dos científicos ganaron el premio Nobel de Física por sus logros en este tipo de experimentos. En lugar de gatos, ellos usan sistemas bastante más grandes y complejos que un átomo, pero muchísimo más simples y pequeños que nuestro felino favorito. Se trata del francés Serge Haroche y el estadounidense David Wineland, galardonados por sus “innovadores métodos experimentales que permiten medir y manipular sistemas cuánticos individuales”.
Experimentos modernos
Los premiados y sus colaboradores concibieron experimentos en que sistemas cuánticos de dos estados (análogos al átomo en el experimento del gato, que puede estar en el estado inicial antes de la emisión, o haber decaído emitiendo una partícula) eran acoplados a sistemas más complejos de muchos estados (análogos al gato).
En el experimento liderado por Wineland, un ion de berilio es atrapado por medio de una jaula de campos electromagnéticos. Los científicos estudian dos estados posibles de los electrones que orbitan el ion, pero además observan los estados vibracionales del ion en su jaula. Éstos son muchos, y juegan el rol del gato.
En el experimento de Haroche, el rol del gato lo cumple un conjunto de fotones, partículas de luz, que están atrapados entre dos espejos a algunos centímetros de distancia. Los fotones rebotan en uno y otro espejo y pueden recorrer más de 40.000 km antes de desaparecer debido a alguna imperfección de éstos. El equipo lanza átomos de rubidio entre los espejos, que en este experimento son preparados en una superposición cuántica de dos estados distintos. Al pasar por la cavidad, los átomos inducen a los fotones hacia una superposición de estados determinada por los átomos, de manera análoga a como el estado del átomo induce el estado del gato de Schrödinger. Tanto los fotones (el gato) como los átomos están en una superposición de estados. Al medir el estado de los átomos, la función de onda colapsa, y el estado de los fotones también se determina. El grupo de Haroche ha sido capaz de observar con un detalle sin precedente cómo ocurre el fenómeno de colapso de la función de onda, o de coherencia cuántica.
Los problemas conceptuales de la mecánica cuántica siguen estando presentes, a pesar de lo impresionante de sus éxitos. Sobre todo el papel del observador. Una teoría del universo completo debe prescindir de éste. Este tipo de experimentos nos muestran que, en efecto, el observador (el gato) puede ser tratado como un objeto físico dentro de un sistema más grande. La observación no es otra cosa que la interacción con un sistema más complejo, que no necesita tener conciencia (como un científico) ni vida (como un gato). Wineland y Haroche, después de todo, estaban afuera, como perros hambrientos observando el destino de todos esos deliciosos gatos.
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