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Dar el sí



por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 09 de Octubre de 2012
http://blogs.elmercurio.com/ya/2012/10/09/dar-el-si.asp
Twitter: @gustavsantander

santander-copia.jpgFue una tarde de películas, papas fritas y conversación pasajera hace varios años. No recuerdo bien qué DVD habíamos puesto, pero estoy seguro que no era nada interesante pues a poco andar nos despreocupamos de la pantalla. Como si se tratara de una gripe contagiosa, varios de nuestros amigos comunes decidieron casarse ese año. Sin mediar provocación, Andrea me habló desde lo más profundo de sus ojos azules: "Qué lata que todo el mundo se comience a casar, ¿no crees? Mis carretes con amigas se ponen cada vez más fomes porque las minas sólo hablan de eso: vestidos, lunas de miel, madrinas, peinados, iglesias... ¡Ufff! Si siempre he pensado que no me casaré nunca. Ahora que las escucho reafirmo mi decisión de que no lo haría ni amarrada", terminó diciéndome con una sonrisa cínica.
Pero lo cierto era que -si bien el tema se había vuelto un lugar común en cada reunión a la que íbamos y de tanto repetirse aburría- lo que realmente le daba lata era darse cuenta que éramos menos los que quedábamos en la otra orilla del compromiso y que, para bien o para mal, eso nos situaba en otra dimensión social. Andrea y yo habíamos pololeado fugazmente en el 2004 pero, a poco andar, nos dimos cuenta que sólo se había tratado de una confusión motivada por tanta cercanía que teníamos como amigos. Sin embargo, a pesar de que como pareja no funcionamos, nunca dejamos de ser buenos amigos e incluso llegamos a ir juntos a más de una de las bodas de ese año. Ella siempre fue muy progre y el matrimonio lo veía tan distante como la vida en Marte, o por lo menos eso me decía mientras esperábamos que terminara la comida y comenzara la fiesta.
Personalmente creo que, por lo menos una vez, todas las mujeres, incluso las más liberales, han fantaseado con la idea de casarse. El vestido, la fiesta, la ceremonia tienen tanta fuerza en el cosmos romántico femenino que se me hace difícil imaginar que alguna nunca haya soñado con ese momento. Y creo que Andrea, a pesar de su discurso, no era la excepción a la regla. Me bastaba ver sus ojos ilusionados en los matrimonios a los que fuimos para saber que, cuándo menos lo esperase, llegaría ella también a decirme que se casaba. Y eso pasó hace cuatro años exactamente. Fue un sábado de septiembre cuando me llamó para decirme que no me comprometiera con nadie para el 26 de noviembre y que bloqueara esa fecha en mi agenda: "¡Me caso!", gritó al otro lado de la línea y, antes de que siquiera pudiese felicitarla me advirtió riéndose: "Y no quiero ningún comentario sarcástico de tu parte, Gustavo". Esos meses me burlé cuando la descubría repitiendo exactamente los mismos temas que hace unos años ella encontraba que eran una lata, a lo que respondía con una mueca pero sin contenerse de seguir hablando de lo mismo.
Y entonces, cuando noviembre ya agonizaba y diciembre asomaba en el calendario, la chica que decía que nunca se casaría, la que se aburría como ostra cuando las demás hablaban de los preparativos, la que se reía a escondidas de la cursilería que naturalmente envuelve los preparativos de un matrimonio, llegó a una iglesia vestida de blanco, con la sonrisa más grande que le había visto jamás, tomada del brazo de su padre y con los ojos a punto de estallarle en lágrimas. Atravesó la distancia que separaba la puerta del altar como si caminara en las nubes y subió un par de peldaños para encontrarse con el novio, con el cual no llevaba mucho tiempo pero que, a diferencia mía, tenía la certeza de que era el hombre de su vida. Y así, mirándolo con esos enormes ojos azules, le dio la respuesta que había esperado articular hace tantos años.

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