por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 14 de Octubre de 2011
Tenemos y hemos tenido uno que otro coleccionista,
pero no nos detenemos a pensar en el tema.
No hay que extrañarse:
no nos detenemos a pensar en casi nada.
Yo me acuerdo ahora, al azar,
de una colección de pintura
de la generación del 13:
Pedro Luna, Madariaga, Bertrix, muchos otros.
Si no me equivoco, el nombre de su dueño era Vásquez.
Hablo de una historia
que tiene por lo menos medio siglo,
de vagabundeos y visitas de mi juventud.
En la casa de Ñuñoa del señor Vásquez
había cuadros hasta en los baños y en la cocina.
Acabo de estar en la casa de un coleccionista francés,
abogado conocido, y tenía cuadros de Dubuffet,
su pintor favorito, hasta debajo de las mesas.
En los orígenes de la colección
había un pleito, una coyuntura jurídica.
En el origen de una reunión
de objetos heterogéneos,
pero dotados de algo en común,
puede haber amores,
pleitos, nacimientos, defunciones.
El espíritu de colección es algo definido,
determinado, obsesivo, invasor.
Más que dinero, exige pasión reconcentrada.
Muchos coleccionistas me han asegurado
que formaron sus colecciones sin plata,
a base de perseverancia, de paciencia,
de amor a las cosas coleccionadas.
Neruda me contó una vez
que ya era bibliófilo a los 19 años de edad,
cuando no tenía un centavo.
Claro está, si Ud.,
en lugar de coleccionar a Pedro Luna
y a Madariaga, hubiera coleccionado
a Pablo Picasso, Henri Matisse, Juan Gris,
sería probablemente millonario
o billonario en los días que corren.
Es una pequeña diferencia, y es, quizás, un destino.
Todo coleccionista sueña con París,
para coleccionar lo que sea,
y algunos, pocos, sueñan con Santiago de Chile.
Pero hay que tener espíritu de colección.
He coleccionado en algunas épocas
ediciones originales de narradores chilenos:
Pedro Prado, Mariano Latorre,
Tomás Gatica Martínez, Augusto Orrego Luco.
Presumo que los libros de esos autores
que he reunido en épocas pretéritas
valen cada día que pasa un poco menos.
En cambio, hay literaturas
cuyos libros valen cada día más.
Examino el catálogo
de un remate de libros
y manuscritos franceses
y me quedo entre asombrado y abrumado.
Si Ud. quiere unos poemas manuscritos
de Paul Verlaine, algunas cartas de Guillaume Apollinaire,
una cuarta o quinta edición de los ensayos de Montaigne,
una colección completa de La búsqueda del tiempo perdido,
de Marcel Proust, no tiene más que ir en una fecha
y hora determinadas al Hotel Drouot y parar el dedo.
Y tener su cuenta bancaria más o menos bien provista.
Pues bien, es triste estar fuera de estos circuitos.
Es lamentable que algunas excentricidades personales
nos lleven a un inexorable empobrecimiento.
Más que un destino, es una condena.
Acabo de entrar por casualidad,
en un golpe de suerte,
en una escapada de la burocracia,
a una maravillosa exposición:
la colección que formó Gertrude Stein y su familia,
desde comienzos del siglo XX,
de pintores como los que voy a tratar de enumerar:
Paul Cézanne, Pablo Picasso, Henri Matisse,
Juan Gris, Francis Picabia.
La exposición del Grand Palais de París
no sólo se apoya en los cuadros,
reunidos con gran habilidad y trabajo,
sino en cartas, ediciones originales
de libros, fotografías, explicaciones
impecables escritas en los muros, películas.
Vemos, por ejemplo,
filmes originales de espectáculos
de los ballets rusos, con su música de fondo.
Son borrosos, de ritmo demasiado rápido, conmovedores.
Son películas que salen de los túneles y los abismos del tiempo.
Por ahí podrían saltar Nijinsky y la Pavlova.
En una vitrina, entretanto,
leemos cartas en gran caligrafía,
de trazos largos y gruesos,
de Picasso a contemporáneos suyos.
En otro lado hay fotografías
del salón de la familia Stein
en la calle de Fleurus.
A ese lugar llegaban de visita Matisse,
Picasso, Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald.
Uno se imagina la conversación,
los encuentros y desencuentros,
la rivalidad de Matisse con el español de Málaga,
a Gertrude Stein definiendo una rosa:
A rose is a rose is a rose is a rose…
Fue la respuesta suya a una pregunta,
pero no sé quién hizo esa pregunta.
Jorge Teillier lo habría sabido.
Espero que alguien lo sepa
en los menguados días que corren,
con educación gratuita,
subvencionada o lo que sea.
En días de áspera lucha por la educación,
lo que más sufre es la educación misma:
sufre golpes por todos lados,
empujones, imprecaciones, gritos,
discursos del extremo sur y del extremo norte.
Se cuenta que la familia Stein
dejó de coleccionar a Paul Cézanne
porque los precios de sus pinturas
se habían ido a las nubes.
Se tuvo que contentar con Picasso y sus amigos.
El retrato de Gertrude Stein por Picasso
es una de las obras maestras del siglo XX.
Es la síntesis consumada, vibrante, rítmica.
También pintó Picasso
al hermano de Gertrude,
de perfil, de piel rojiza, rubio,
abrigado por un suéter de varios colores
y de lana tosca, pensativo, silencioso.
Invitar a los pintores a tomar una taza de té
o un vaso de vino, de tarde en tarde, no era mala idea.
Nosotros, los chilenos,
tenemos que estar fuera de Chile
para que se nos ocurra.
Si estamos adentro nos pasmamos.
Los árboles no nos dejan ver el bosque.
En Chile se ha perdido el espíritu de colección,
entre otras cosas, porque no hemos aprendido a respetar.
Yo tenía respeto por algunos narradores chilenos y los coleccionaba.
Ahora no puedo coleccionar nada:
los chilenos son inalcanzables,
en el sentido geográfico de la palabra,
y los franceses, ingleses, italianos,
lo son en un sentido no geográfico.
A pesar de todo, a pesar de internet y de todo eso,
el mundo se sigue poblando de libros y de papeles escritos.
Algunos, de vez en cuando, valen la pena.
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