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Un silbido como antecedente de la locura‏



Ruido, música y chiflidos
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 15 de octubre de 2012
http://www.lun.com/Pages/NewsDetail.aspx?dt=2012-10-15&PaginaId=38&bodyid=0

...Al día siguiente, volviendo a mi casa
a la hora de siempre, un sonido inusual
me hizo volverme con extrañeza.

Era un ciclista que venía por la vereda
ejecutando, mientras pedaleaba, 
un extraño silbido que mezclaba 
la tonada alegre del jilguero
con el llamado lúgubre del queltehue.

"Es el silbador",  
me dijo un conserje,
"pasa todos los días".

"Ah", le contesté, 
"un hombre pájaro,
primera vez que lo veo".

Me advierten 
que la afición a la la ornitología
y la observación de pájaros 
es un antecedente de locura.

Algo hay de eso:  Joe Gould, 
el abismante loco neoyorquino,
se presentaba como 
"máxima autoridad mundial 
en el lenguaje de gaviotas".

Me temo que voy por ese camino.

Más de alguna vez, caminando
por las calles vacías al amanecer,
me he detenido bajo un árbol
y he lanzado al follaje
unos chiflidos cortos,
de tono interrogativo,
esperando algo así
como una contestación.

________

Luces 
por Álvaro Bisama 
Domingo 14 de enero de 2007 
(El Mercurio o Revista Qué Pasa, no recuerdo bien)

Nueva York, años 40. 

Un hombre habla con las gaviotas, 
escribe un libro interminable 
y da vueltas por una metrópolis imposible. 

Se llama Joe Gould y podría ser 
lo que en Chile se denominó 
alguna vez "un perdido". 

Pero Gould es tal vez más que eso: 
el autodenominado "último bohemio" 
vive de la caridad 
mientras se cuela en las fiestas de moda 
y actúa de bufón cuando se lo necesita. 

A veces, concurre a tertulias literarias 
donde espanta a los asistentes. 

Por alguna razón, 
tiene el respeto y el cariño absoluto 
de la comunidad intelectual, 
e.e. Cummings y Ezra Pound incluidos. 

Sobreviviente final de la noche y la ciudad, 
en algún momento perdió el camino 
y se sumergió en un proyecto inacabable: 
la redacción de una historia oral 
de Estados Unidos, que escribe a mano 
y deja en cuadernos a buen recaudo. 

Su trabajo roza 
la arquitectura de una catedral, 
a él ha consagrado su vida. 

Su escritura 
- la memoria de lo que 
la metrópolis es capaz de olvidar- 
lo ha devorado y cambiado para siempre.

Joseph Mitchell, de The New Yorker, 
lo observa con atención. 

Gould merece un perfil en la revista, piensa. 

Es exótico, irónico, complejo. 
Y, sobre todo, escribe. 

Escribe demencialmente 
hasta borrarse a sí mismo 
y convertirse en una metáfora del ambiente. 

Flaneur por elección propia, 
Gould se separa de la multitud para narrarla.

Mitchell redacta en 1942 
"El profesor gaviota" para The New Yorker, 
crónica donde Gould aparece 
con su esplendor y misterio, 
decidido a convertirse en historia encarnada. 

Pero un perfil no basta para Gould 
y menos para Mitchell.

Una vez publicado, el periodista 
sigue en contacto con el precario historiador. 

Se siguen viendo. 

Pero algo hace ruido en la cabeza de Mitchell. 
Algo no funciona. Algo no cuadra en Gould. 

Mitchell investiga más a fondo, 
se pierde en laberintos 
de versiones falsas de su personaje. 

Le da vueltas. 

Rompe y recompone relaciones con Gould 
hasta que descubre un secreto: 
el libro de Gould no existe, es un engaño. 

Gould vive hablando de un libro 
que no escribirá jamás, 
mientras reescribe 
los mismos capítulos hace años; 
dejando - como bengalas en la noche- 
una estela de señales contradictorias 
que entrampan alguna clase 
de conocimiento cabal 
de su modo de relacionarse con el mundo; 
señales que son tal vez escombros 
de su fracaso personal.

Y Mitchell da con el secreto 
pero hace algo extraño, 
algo sorprendente 
para un redactor de su clase. 

O no tan sorprendente, 
dada su bonhomía y el amor 
que le provoca la ciudad. 

Decide callarse, comerse la revelación. 

Mira como Gould 
se pierde entre la lejanía y el ruido, 
mientras le sigue la pista 
hasta su muerte, años después, 
momento en que un grupo de amigos suyos 
se lanzan a buscar los manuscritos perdidos.

Pasan los años. 

Y Mitchell decide volver 
a escribir sobre el personaje. 

A develar su secreto. 

La segunda crónica 
- "El secreto de Joe Gould"- 
borra la primera, la complejiza. 

Si la primera es una apología, 
la segunda una elegía. 

Lo que en 1942 era puro presente, 
en 1964 luce como la añoranza 
de un espacio perdido, 
como la fotografía 
de una felicidad insoportable.

Hay una paradoja ahí 
- que aparece 
en "El secreto de Joe Gould", 
la obligatoria compilatoria 
de ambos textos- 
que tal vez es una moraleja: 
Joseph Mitchell escribe sobre Gould 
pero tal vez, también sobre sí mismo: 
es el relato de un autor perdido 
en los meandros de la culpa 
y la iluminación, 
aquellas avenidas y callejones 
de una ciudad letrada 
cuyo alumbrado público 
- bajo el que bailaba Gould- 
nunca volverá a ser tan brillante.

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