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Lecturas rusas

por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 12 de Octubre de 2012
 Cuando me invitaron a Dublín, hace un par de años, propuse hacer una charla sobre James Joyce. No es que pretendiera saber más de Joyce, el irlandés, que los irlandeses. Pero traté de hablar de mis lecturas joyceanas en el Santiago de los años cuarenta y cincuenta, de los jesuitas del Trinity College dublinés comparados con los del Colegio de San Ignacio de la calle Alonso de Ovalle. Si esto lo viera un corrector de pruebas santiaguino, me suprimiría un par de preposiciones. Los correctores son partidarios fanáticos de la norma, censores, en resumidas cuentas, enemigos del lenguaje literario. Pero yo dejo los de San Ignacio y de Ovalle. Por gusto arcaizante, a lo mejor. 
Digo esto porque ahora he venido a Moscú, invitado por la embajada chilena y por el Instituto Cervantes, y he propuesto, con la mayor desenvoltura, hablar de mis lecturas rusas. Los hombres de letras de estos lados conocen a Dostoievsky, a Gogol, a Tolstoi, por el revés y el derecho. Saben que una piedra determinada, que había estado antes encima de la tumba de Nikolai Gogol, está colocada ahora sobre la de Bulgakov. Y conocen al detalle las razones de la substitución. También saben dónde vivía Gogol en Moscú, y dónde quemó uno de sus manuscritos, y dónde vivía Tolstoi, y qué hacía Fiodor Dostoievsky en sus caminatas míticas por la calle Arbatov.
No competiré con nadie. Como soy incapaz de enseñar, trataré de aprender. En todo caso, la lectura de los rusos fue una pasión juvenil, y trataré de explicarla, y de explicar sus consecuencias literarias para la escritura mía y de la gente de mi generación, a mis actuales y bien intencionados auditores moscovitas. Mi primer recuerdo es el de unas lecturas de Leonidas Andreiev, ¿o no se llamaba Leonidas? Después entraba al Teatro Municipal de Santiago y ya había empezado la representación de Vida de un hombre por el Teatro Experimental de la Universidad de Chile. “¡Cuánta gloria, exclamaba uno de los personajes, cuánto honor!”. Ahora no sé si lo hacía Roberto Parada, Agustín Siré, algún otro. La atmósfera de la obra, el sentimiento dramático, la espera, la sensación de que el destino movía a los hombres como marionetas, eran impresionantes. Creo que en esos años leí El príncipe idiota, Crimen y castigo, Los Hermanos Karamazov. Releer esas obras, leídas por primera vez entre los quince y los dieciocho años de edad, sería un programa suficiente, más que suficiente, para el resto de la vida. Y leer, en seguida, La muerte de Iván Ilich, Anna Karenina. Me acuerdo de una lectura de verano de La guerra y la paz y del fantástico personaje de Pierre Bezujov, hombre moderno, liberal, pero trabajado por dentro por la noción del destino trágico. Y conservo imágenes imborrables de la batalla de Borodino y del general Kutuzov. La comparación entre Kutuzov, hombre de instinto, aficionado a las cacerías de jabalíes, y los oficiales prusianos aliados de los rusos, expertos en ciencias militares, teóricos de la guerra, era irónica y profunda. Daba la impresión de que Tolstoi hubiera adivinado a Hitler, de que la batalla de Borodino fuera un anticipo de Stalingrado. Los bárbaros llegados de Occidente, frente a la Santa Rusia, derrotados por el frío, por la estepa, por la infantería, por el instinto de los cazadores de jabalíes, en contraste con la teoría de los discípulos de Von Clausewitz.
En el Zapallar de mis quince años de edad hablábamos de Unamuno, de Baroja, de Dostoievsky, de Anton Pavlovitch Chejov. El mejor actor chejoviano que he conocido, y lo digo después de haber visto a muchos otros, es Agustín Siré. Sus actuaciones en El tío Vania, en El jardín de los cerezos, eran rítmicas, enigmáticas, de una emoción contenida y constante. Después he visto a Jean-Marc Stelée (a lo mejor escribo mal su nombre), en Gogol. Es otro de los puntos altos de mi vida de espectador de teatro ruso. Para saber quién es Jean-Marc, hay que seguir una astuta consigna nerudiana: Cherchez la chilienne… Buscar, en otras palabras, la conexión chilena y femenina.
El mío es un tiempo de revisiones, de círculos que empiezan a cerrarse. Interrumpo estas líneas y visito la casa de León Tolstoi en Moscú. Tolstoi era un aristócrata campesino. Detestaba los adornos excesivos, los encajes, los dorados. Vivió en la capital del imperio zarista en una casa de madera rojiza, frente a un jardín inculto boscoso. Como todo era madera, la cocina estaba separada de la casa, para evitar incendios. Se mantiene su vajilla, casera, sus grandes soperas azules. ¡Qué buenas serían esas sopas calientes, después de la frialdad glacial de los exteriores moscovitas! En una vieja fotografía está al lado de Anton Pavlovitch Chejov y de una de sus hijas predilectas, la que lo acompañó en su huida y su peregrinación finales. En una parte de la casa están los muebles y los objetos que fabricaba el escritor con sus propias manos. De un muro cuelga un abrigo enorme, para gigantes, tapizado de gruesas pieles por el lado interior. Dicen que cuando el conde escritor se reunía con sus amigos, en una sala lateral, y la conversación se animaba, la casa temblaba entera. Esto de las lecturas rusas daría para dos y hasta para tres crónicas. Quizá para un libro entero.

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