por Josefina Licitra
(c) Tomás Linch |
Se olfateaba una batalla. Todos estaban alerta. Beatriz Sarlo –una de las intelectuales más prestigiosas de Argentina y una de las voces que más duramente critican al gobierno kirchnerista- había sido invitada a participar de678: un programa emitido por la televisión pública que, en los hechos, funciona como el principal brazo del gobierno dentro del universo mediático. Que Beatriz Sarlo fuera a 678 era un evento que sólo encontraba parangón en el terreno deportivo: era un duelo. Un Boca-River. Una contienda en la que sólo había dos espacios: el de vencedor y el de vencido.
—No tenía ese registro –dice ahora Sarlo-, hasta que empecé a ver que en Twitter decían “¿dónde es la previa a lo de Sarlo en 678?”. Hablaban como si fuera un partido. Ahí intuí que lo mío era más que una visita.
Sarlo había aceptado ir al programa por una única razón: acababa de publicar un libro, La audacia y el cálculo, que hacía un exhaustivo análisis del aparato cultural kirchnerista y que –entre otras cosas- la emprendía contra 678diciendo cosas como ésta: "Es desagradable visualmente, con un panel integrado por bizarros o pedantes, sin obligaciones con el ritmo televisivo, sin beautiful people, producido en el canal público. Es pura y dura propaganda ideológica".
—Acepté ir por una cuestión, digamos, de ética del discurso –dice-. Si escribo sobre ellos tengo que ir. Pero no iba con ningún plan.
Cuando llegó vio que detrás de cámaras había periodistas de medios nacionales e internacionales, y ahí terminó de entender la trascendencia del asunto. Entonces decidió no hablar. Se concentró. En los minutos previos a salir al aire, Sarlo no quiso cruzar ni una palabra con los siete panelistas que iban a enfrentarla en ese encuentro aparentemente desigual. Tampoco los observó; evitó mirarlos. La razón era puramente deportiva: Sarlo ve mucho tenis –juega cuatro veces por semana- y sabe que los partidos se juegan en varios terrenos, entre ellos el de la mirada.
—En el tenis los jugadores no se miran: sólo lo hacen cuando se saludan al comienzo y cuando termina el partido. Por lo tanto, cuando querés discutir con alguien y sabés que la cosa viene a ganar o perder, no tenés que mirarlo. Tenés que estar en lo tuyo.
Sarlo hizo lo suyo. Se acercó al piso de grabación con un andar sereno, casi de western. Luego tomó asiento. Empezó el envío. Pasados los primeros minutos y las presentaciones de rigor, el programa –caracterizado por criticar el ejercicio periodístico ajeno- emitió un informesobre el supuesto sesgo en la cobertura de los medios españoles en las movilizaciones que se estaban realizando desde el 15 de mayo de 2011 en Puerta del Sol. Terminado el informe, invitaron a Sarlo a opinar. Y ella dijo, en la cara de cada uno de los siete panelistas, lo siguiente:
—Este informe sobre la cobertura de prensa es lo que opino de los informes del programa de ustedes: son recortes en los cuales faltan las fuentes y se repiten siempre los mismos mensajes. Es un picadillo de lo peor de los medios, tratan de hacer creer a la gente que lo que pasa en España está siendo trasmitido así. Les aseguro que leo todos los portales españoles de noticias y hay varias perspectivas sobre Puerta del Sol.
De ahí en más el encuentro empezó a complejizarse y a volverse incómodo. Sarlo –contra todos los prejuicios- no era una intelectual de escritorio. Tenía eso que se llama “calle”. Y la calle terminó de verse cuando Orlando Barone (un panelista y periodista que construyó su carrera en varios medios –entre ellos Clarín y La Nación- y que hace algunos años descubrió que esos medios eran una basura golpista) avanzó con un discurso usual dentro del programa:
—Uno se siente más aliviado cuando en el lugar donde trabaja no hay que ocultar crímenes de lesa humanidad –dijo Barone, en referencia al Grupo Clarín de Ernestina Herrera de Noble, sospechada por la apropiación de menores durante la dictadura-. En este canal no hay que pactar con sospechados de crímenes de lesa humanidad. La pregunta es ¿se puede trabajar en...?
—Conmigo no, Barone –lo interrumpió Sarlo como si espantara una mosca-. Conmigo, NO. Barone vos trabajaste en Extra, trabajaste en La Nación, aguantaste hasta donde pudiste. Llamá a alguien de Clarín, yo soy una columnista de La Nación y trabajo tres veces por semana en radio Mitre, no voy a responder por esos medios.
Punto.
La frase “conmigo, no” fue, desde ese momento, un vértice en la vida pública de Beatriz Sarlo. Si bien Sarlo viene escribiendo y analizando el poder desde hace décadas, lo cierto es que –de la mano de esa intervención- pasó de ser conocida a ser famosa. Al día siguiente de ese cruce –en mayo de 2011- empezaron a aparecer remeras con la frase “conmigo no”. Comenzaron a circular ringtones que reproducían esa línea en los teléfonos celulares. Y se terminó identificando a Sarlo como uno de los rostros más combativos e intelectualmente sólidos del universo opositor.
—Creo que los de 678 no me conocían –dice ahora, sentada en su oficina-. No calcularon que una intelectual de aspecto académico pudiera comportarse como alguien con cultura de calle y de noche. No les entró en la cabeza. Daban por sentado que entraba al estudio una especie de aparato profesora de la Universidad de Buenos Aires. Ellos hablan de mí como una “señora de Recoleta”, barrio en el que jamás he vivido. Es interesante cómo la gente devora sus propios mitos. Ellos fueron víctimas de su propio imaginario, el imaginario con el que constantemente me hostilizan. Son zonzos. No saben observar. No saben ni son capaces de saber quién soy yo.
La oficina de Sarlo queda en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. Consiste en dos ambientes luminosos que reproducen el aura de las buhardillas parisinas: hay una vista en alturas, hay una belleza reflexiva y hay un piso y varios muebles de madera con esa porosidad que absorbe –y nunca expulsa- la luz. Sarlo construyó este espacio varias décadas atrás, decidida a que el trabajo no entrara de un modo evidente en su mundo privado. A su casa, dice, las personas van a tomar whisky. Y a la oficina vienen a trabajar.
En este departamento, desde 1978 y durante treinta años funcionó Punto de Vista: una revista cultural –dirigida por Sarlo- que marcó una época y que estableció un canon antipático en el mundo literario: si un escritor no era citado por Sarlo quedaba afuera de muchas cosas. Y eso, que a Sarlo le generó varios rencores que todavía duran, era aceptado como una ley marcial pues Sarlo era –es- una analista de formación irreductible. Durante veinte años fue profesora de literatura argentina contemporánea en la Universidad de Buenos Aires; escribió veinte libros; dictó cursos en Columbia, Berkeley, Maryland y Minnesota; fue fellow del Wilson Center de Washington y fue profesora especial de Cambridge.
—Y ahora me voy a Harvard. Tres meses. Voy porque me pagan y porque quiero usarles la biblioteca. No sabés lo que es la biblioteca de Harvard.
Sarlo habla y fuma, con boquilla francesa, unos cigarrillos Dunhill. Los compra de a montones cada vez que viaja al exterior y luego los consume sin apuro. El modo de fumar de Sarlo tiene algo que ver con su mirada. Sarlo es metódica, pausada, analítica. Se toma el tiempo para hacer lo que –dice- en 678 no hicieron con ella: observar. Ese ojo entrenado es, desde hace mucho, uno de sus mayores capitales: además de los libros publicados, escribió durante cinco años una columna de crónicas porteñas breves en la revista Viva de Clarín, ahora escribe análisis políticos en La Nación y el año pasado –por pedido de Pablo Avelluto, director editorial de Random House Mondadori- publicóLa audacia y el cálculo, uno de los análisis más hondos de los modos de construcción propagandística de Néstor y Cristina Kirchner.
Avelluto conoció a Sarlo en 1987. En ese entonces él estudiaba Ciencias de la Comunicación y encontraba en Sarlo una mirada interesante sobre –enumera- la cultura, los libros, la política, el jazz, el cine, los Beatles y las vanguardias. La vio en persona cuando la invitó a un pequeño programa de radio. Al que Sarlo fue. “Me llamó la atención que a Beatriz le interesara lo que yo pensaba o leía, o los discos que escuchaba –dice Avelluto-. Luego encontré en ella una suerte de antena para descubrir, promover, discutir y pensar lo nuevo, lo diferente, lo que escapa a lo previsible. Y el humor, un humor elegante y sofisticado, alejado del melodrama del peronismo o la izquierda más tradicional. En cierto modo, Beatriz nos enseñaba un modo diferente de ser de izquierda”.
Sarlo se formó en los claustros, pero también en la calle. Creció en un hogar de clase media antiperonista –padre abogado, madre docente-, pero a los diecisiete años se anotó en la Universidad de Buenos Aires y se fue del hogar. Era –dice ella- la época: la única forma de construirse era romper con las normas éticas de la familia. Había que irse para ser joven en serio.
En esos años Sarlo se dedicó a dar clases de inglés y a trabajar en Eudeba, la Editorial Universitaria de Buenos Aires. Vivía con poco: dormía en piezas y estudiaba en bibliotecas públicas. En 1970 se fue a vivir y a trabajar a Trelew y fundó una filial de la Juventud Peronista. Casi todos los miembros de esa Juventud Peronista entrarían luego en Montoneros –la organización guerrillera identificada con la izquierda peronista-, pero ella, al regresar a Buenos Aires, se apartó y se afilió al Partido Comunista Revolucionario, fuerza maoísta que tuvo algunas coincidencias con Juan Domingo Perón.
La llegada de la dictadura impactó en Beatriz tanto como en muchos otros intelectuales de izquierda. A la precariedad de la vivienda su sumó la falta de trabajo –nadie, salvo el Centro Editor de America Latina, le dio un empleo en esos años- y la clandestinidad. Empezó a vivir sin paradero fijo y sin teléfono, y armaba parte de su análisis y su estrategia leyendo los diarios en el Pumper Nic de Suipacha y Corrientes: un local –antecesor del Mc Donald’s en Argentina- donde Sarlo había observado que no entraba la policía.
Llegada la democracia, en 1983, pasó a una vida abierta pero con los mismos aprietos económicos. Alquilaba piezas, vivía con poco, iba a hacer ejercicio físico –siempre le gustó el deporte- al único lugar gratuito: el gimnasio del Hogar Obrero. Su situación económica recién empezó a mejorar a medida que se fortalecían las instituciones democráticas y había menos miedo. “Beatriz forma parte de un grupo de pensadores que aprendió a respetar los funcionamientos democráticos –dice Jorge Fernández Díaz, secretario de redacción de La Nación, y amigo y editor de Sarlo-. Por eso, cuando veinte años después el kirchnerismo vino a interpelarlos y a decirles que todas esas cosas que habían aprendido eran irrelevantes o lisa y llanamente expresiones de la derecha, es lógico que a Sarlo le haya molestado”.
Llegado el kirchnerismo, en el año 2003 hubo una escena que marcaría un antes y un después en la relación de Sarlo con el gobierno. Los Kirchner –principalmente Néstor- habían llegado al poder hacía poco tiempo y querían escuchar la voz de algunos intelectuales no peronistas. Julio Bárbaro –entonces jefe del Comité Federal de Radiodifusión- había convencido al matrimonio presidencial de llevar a dos de los pensadores más prestigiosos del país: Sarlo y el historiador Tulio Halperín Donghi. Los Kirchner aceptaron.
Durante el encuentro, Néstor Kirchner entraba y salía del salón –como cuentan que hacía siempre- y decía frases como “las ideas son importantes”, mientras que Cristina estaba en la mesa. Acababa de llegar de un viaje a Nueva York donde había conocido a Joseph Stiglitz y Paul Krugman y estaba –dice Sarlo- “deslumbrada con el primer premio Nobel que conocía en su vida y con la posibilidad de vincularse con los medios académicos”. Sarlo y Halperín Donghi miraban todo con escepticismo y con curiosidad. Hasta que hacia la segunda hora del almuerzo, cuando se entró de lleno en el tópico “derechos humanos”, las cosas empezaron a irse de carril.
Cristina Fernández dijo que, según ella, la Argentina carecía de intelectuales y que esa falta se debía a que entre los treinta mil muertos y desaparecidos de la última dictadura militar había una generación de pensadores. Beatriz Sarlo, entonces, le advirtió que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) denuncia diez mil muertos y desaparecidos, y siguió:
—Creo que el crimen es horrible, independientemente de que hayan sido diez mil o treinta mil –dijo Sarlo-. Pero no podemos asegurar que entre estos desaparecidos había grandes ideólogos. Simplemente no lo sabemos.
Desde ese comentario, el almuerzo no volvió a ser el mismo. “Tulio, a este lugar no vengo más” le dijo Sarlo a Halperín Donghi, una vez afuera de Casa de Gobierno. Tiempo después, Sarlo supo –mediante amigos- que el disgusto había sido mutuo: los Kirchner le habían bajado el pulgar, inaugurando formalmente un desagrado que se fue polarizando a lo largo del tiempo.
—A los judíos les mataron 7 millones de personas y nunca dijeron que se habían perdido violinistas, físicos, escritores y filósofos judíos. No dijeron “acá hay un hueco” ni lo midieron en función de la pérdida de talentos, y eso que estamos hablando del asesinato mayor que hizo la humanidad. Entonces la idea de que los miles de desaparecidos argentinos, además de haber padecido un crimen contra la humanidad, establecen un hueco y que si no la política y la intelectualidad argentina serían mejores… es una idea, por lo menos, incomprobable. Típicamente criolla.
—Usted se refiere a esta idea que tenemos los argentinos de que “podríamos ser geniales, lástima que…”.
—Y… ese argumento tiene un aire argentino bastante autóctono. Por otro lado, hay algo que tienen los Kirchner y que es muy curioso: creen que el mundo empieza con su llegada. Como ellos no se ocuparon de los derechos humanos en la década del ‘80, ni tampoco lo hicieron en los ‘90, creen que el momento en el que ellos se ocupan es el “momento cero”, el comienzo.
—¿Es esa brecha entre la historia personal y el discurso político de los Kirchner lo que la llevó a dar esa respuesta en la Casa Rosada?
—Qué sé yo… Quizás no fue la respuesta más inteligente de mi parte. Admitámoslo. Si alguien quiere seguir sentado en esa mesa no hace una provocación sobre un punto que a esas personas les parece central. Pero bueno: no tenía demasiado interés en seguir sentada en esa mesa, tampoco.
Enciende un Dunhill, da una única pitada y luego lo apaga: no fuma –dice- una sola pitada que no tenga ganas de fumar. La facilidad con que Sarlo delimita su deseo es llamativa. Jorge Fernández Díaz cree que ésta es una de sus principales cualidades: “Ella vive con muy poco –dice-. Es frugal. Conozco poca gente tan temeraria y tan tremendamente austera. No es vulnerable a los elogios y no necesita demasiado para vivir. Ni plata ni premios. Sólo un disco de Bill Evans y un buen libro. Sarlo es insobornable”.
***
Sarlo posa para las fotos. Sobre la mesa de madera tiene lo mismo que tenía hace unos días: revistas, libros, un mate. Sarlo dice que no quiere salir fumando ni tomando mate: no quiere ser folclórica. Tampoco quiere hacer ninguna pose rara.
—Una vez un fotógrafo del diario Perfil me hizo un montón de fotos y a lo último me dijo: “¿Y por qué no te agachás, a ver qué sale?”. Y me agaché y después eligieron esa: fue un bochorno. No tengo nada que hacer agachada, hay una edad para cada cosa. Ahora la ponen en Perfilcada vez que me hacen una entrevista.
Sarlo cuenta la anécdota mientras Tomás Linch sigue tomando imágenes. Luego Tomás deja la cámara y busca su móvil: quiere sacarle un último retrato con el teléfono.
—Después la subo a Twitter –bromea Tomás.
—Mejor no, van a llenar el Twitter con frases como “vieja de mierda” –dice Sarlo.
No queda claro si le importa.
***
Es la noche, es un taxi. Sarlo fue invitada a un programa de debate político y le enviaron un coche. Si no fuera por eso, Sarlo viajaría en colectivo o en subte: siempre lo hace. El uso libre que hace del espacio público la pone en lugares buenos (muchas mujeres muestran lo que Sarlo intuye que es una “identificación de género”) pero también difíciles.
—Hay algo que me provoca enorme sorpresa, y es el machismo ejercido por hombres y mujeres. Porque las palabras “vieja”, “fea” y “de mierda” son permanentes –dijo Sarlo días atrás, en su oficina-. Y no usan esas mismas palabras cuando tienen que atacar a hombres. Lo que es notable.
—Da la impresión, en relación a esto de “vieja”, que usted le da un peso ideológico a la idea de no hacerse cirugías estéticas.
—¿Ideológico? No. No es una cuestión de principios. Qué sé yo qué haría si viviera en Berlín o en Ciudad de México… Pero acá, en este clima de transformación botóxica que hay en Argentina, no.
En el taxi, Sarlo lleva el cabello blanco acomodado en una raya al costado, maquillaje espeso –se prepara sola para la televisión- y perfume. Baja del coche con elegancia, pero sin los lugares comunes de la elegancia. Camina. En el canal, en la sala de espera previa a los estudios de grabación, hay dos pantallas de televisor con un discurso en cadena nacional de Cristina Fernández. Sarlo ni la escucha.
—¡Sarlo! –en la sala de espera alguien la reconoce. Es un desconocido. El hombre empieza a hablarle de burocracia sindical y de izquierda marxista, y después pasa al terreno más común:
—Me acuerdo del día que estuvo en 678…
—Por favor, ni lo mencione.
—Yo hinchaba por usted, Beatriz. Mientras miraba tuve que dejar de comer.
Sarlo es cortés: sonríe. Luego avanza hasta el piso de grabación y queda detrás de cámaras, mirando la escenografía. Detrás de un panel hay sentados tres invitados.
—A esos gordos los conozco –dice Sarlo-. El gordito ése es ultra kirchnerista. Es del concejo empresario. El otro gordito no sé quién es. Y el tipo ése es un ruralista que está bastante podrido de los Kirchner.
Minutos después se acerca el conductor, Maximiliano Montenegro, y la saluda. Le explica que durante el primer bloque van a hablar los tres señores y que luego tendrán una entrevista a solas con ella. Sarlo asiente, se sienta fuera de cuadro, cruza sus piernas finas y mira. Y escucha. En cuestión de minutos, en torno a una discusión sobre la formación de precios en Argentina, los gordos empiezan a pelearse como si fueran vedettes en el prime time televisivo. La escena es entretenida, pero Sarlo no mueve un músculo del rostro: mira. Y escucha.
—Si hago un zapato cobro un peso y si hago cincuenta zapatos cobro cincuenta pesos: eso es justo –dice Jorge Castillo, kirchnerista y dueño de La Salada, la feria de productos ilegales más grande de Latinoamérica-. ¡Pero si tengo empleados cobrando un sueldo fijo en vez de hacer zapatos se la pasan fumando en el baño!
—¡Castillo! -dice otro- ¿Usted dice que los trabajadores en blanco fuman en el baño? ¡Está echando por tierra sesenta años de conquistas sociales, Castillo!
Sarlo asiste a la escena con sobrio deleite. Luego llega el corte, se van los gordos y entra Sarlo con sus piernas finas. Montenegro la presenta como “la intelectual más crítica de Cristina y la intelectual más lúcida también”. Luego empiezan las preguntas, centradas –casi todas- en torno de la presión oficial para que haya una reforma constitucional que habilite a Cristina Fernández a un tercer mandato.
—¿Hay kirchnerismo sin Cristina candidata en el 2015? –pregunta Montenegro.
—No tengo la menor idea. Ellos se han quedado sin sucesor. Amado Boudou (el vicepresidente, metido en un escándalo de corrupción) se enredó en los cordones mal atados de sus propias zapatillas y la presidenta no tiene sucesión. Ahora bien: el problema de que el kirchnerismo no tenga sucesión depende de los errores del kirchnerismo. No hay que entrar en un falso debate. No soporto el engaño discursivo. El kirchnerismo pretende que sea completamente estúpida y piense que quieren reformar la Constitución para introducir nuevos derechos cuando quieren reformarla para que Cristina Kirchner sea reelecta.
—¿Y Cristina tendrá resto para llegar al 2019? ¿Querrá? –pregunta Montenegro.
—No sé. No hago hipótesis psicológicas ni personales: no lo hago con mis amigos, menos voy a hacerlo con una presidenta. Y además no me interesa. Si ella quiere ser presidenta aguantará o no, qué se yo.
Montenegro le da las gracias y se despide de Sarlo, quien baja de la tarima con una liviandad que no parece tener sólo que ver con su peso. Luego atraviesa el salón, saluda a un senador que –rodeado de escoltas- da un paso al frente y la intercepta, y se va.
—Todos estos tipos nunca se mueven solos, viven con miedo –susurra segundos después, cuando pisa la calle. Ahora cae una garúa fina sobre Sarlo pero ella no la registra. Bajo la llovizna espera que llegue el taxi que le pusieron en el canal. Vista ahora -mínima, a la intemperie- Sarlo remite a una escena que ocurrió hace años: en el 2006, la fotógrafa Alejandra López la retrató de un modo inolvidable y bajo una lluvia mucho mas fuerte. En la imagen se la ve a Sarlo de cabello corto y sin paraguas. Mirando al cielo como si buscara –sin metáforas- una respuesta concreta.
(c) Alejandra López |
* Publicado en la revista YA del diario El Mercurio (Chile) en octubre de 2012.
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