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El mundo según Guido




por Daniel Mansuy Huerta
Publicado en el Diario La Tercera, 23 de marzo de 2011

Guirardi ciertamente puede ser llamado progresista en el sentido de que ha ampliado de modo inaudito el ámbito de lo posible...
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Es. por lejos, uno de los políticos más hábiles de su generación. Constituye una extraña mezcla de liberal, socialdemócrata, ambientalista, progresista, díscolo, defensor de las minorías y farandulero, y es difícil prever sus opiniones, porque en su cabeza bullen consignas difícilmente conciliables, pero en verdad nada de eso parece importarle mucho. Es un animal político, en el más estrecho sentido del término; es decir, un animal de poder. Un poco como su propio partido, Girardi no tiene ideología distinta que el poder mismo, y por eso suele hacerle un flaco favor a las causas que defiende.

Es lo más parecido a un gato de siete vidas que podamos encontrar en la comarca, capaz de sobrevivir a todo: accidentes, cartas pagadas por el Fisco, regalo de zapatillas con fines oscuros, quejas por multas, facturas falsas, y así. Si hay algo seguro, es que Girardi ciertamente puede ser llamado progresista en el sentido de que ha ampliado de modo inaudito el ámbito de lo posible. Eso habla de una voluntad férrea, y por eso yerran quienes lo subestiman. Desde los primeros tiempos de nuestra democracia hizo gala de un raro talento para usar a los medios, especialmente la televisión, en la construcción de una imagen política. Siempre supo mejor que nadie que la imagen es todo y, por eso, en el mundo según Guido, lo central es aparecer y ganar segundos. Poco importa si se arrastran ataúdes o se si pronostica la muerte de cien mil personas por la gripe porcina, ésos son el tipo de detalles en los que no vale la pena detenerse.

Un poco por lo mismo, es uno de los políticos chilenos que ha hecho más esfuerzos por simplificar todos nuestros desacuerdos en una disputa de buenos y malos, y por resumir todas las cuestiones complejas en una frase bien golpeadora: la calidad de la deliberación pública no ha ganado en ese trance. Por eso interpela más que argumenta, y prefiere blandir el brazo antes que hacerse preguntas. Simboliza las peores prácticas clientelistas de nuestro sistema político, y no es imposible que en esto seamos bien injustos, porque Guido está muy lejos de ser el único caso.

Todo esto le funcionó a la perfección durante mucho, demasiado, tiempo, pero como todo tiene un límite -por más que le pese-, en algún minuto su estrategia se volvió contra él: la fortuna, decía Maquiavelo, es cambiante y hay que saber leerla. El pecado de Guido fue justamente ser el más talentoso de su generación y no saber frenar en el momento oportuno: la velocidad lo cegó.

Pero como todo tiene un tiempo, finalmente Guido entendió, o al menos eso parece. Matizó, bajó el tono, abandonó su estilo inquisitivo, todo para obtener la preciada testera del Senado. Para ello, tuvo que someterse a las cúpulas concertacionistas que desprecia y lo desprecian, pero qué va, París bien vale una misa. Guido parece confiar en eso que los sociólogos llaman el carisma de la función: la presidencia de la Cámara Alta le haría tomar altura por el solo hecho de estar allí. El riesgo se lo lleva el Senado, porque las cosas bien podrían ser a la inversa. Y aunque es cierto que la sociología no hace milagros, en el mundo según Guido todo puede suceder, incluso aquello que usted cree imposible.

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