Hemos dicho que la falta de civilidad, base de la ciudadanía, es uno de los más graves problemas de nuestra democracia. Se refleja en materias tan diversas como el rechazo masivo (y generalmente apático) hacia la política o el hecho de que, salvo contadas excepciones, no hayamos aprendido aún a manifestarnos públicamente sin que el vandalismo se robe la película. Pero para entender este problema es elemental no descargar toda la culpa en los propios malos ciudadanos. Cuando estos problemas son generalizados, como en Chile, debemos buscar sus causas estructurales, reflexionando acerca de nuestro modelo de desarrollo y de la cultura cívica que lleva aparejada.
Ahora bien, nada se obtiene con criticar nuestro marco institucional como conjunto; en lugar de eso, hay que discernir qué tiene de bueno y qué de malo. En esta ocasión, intentaré mostrar cómo una forma particular (y bastante agresiva) de liberalismo económico ha debilitado la virtud cívica del país, siendo importante responsable de la pobreza material y cultural que padecen muchas personas en Chile.
El modelo de desarrollo chileno se concibió a partir del libre mercado. El problema es que, si bien la libertad económica es parte constitutiva de una sociedad libre, los arquitectos de nuestro modelo parecieron creer que “libre mercado” era el verdadero nombre de la libertad humana, la única alternativa posible al estatismo totalitario. Al margen de la inconsistencia histórica de esta apreciación, incurre en el desvarío sociológico de igualar sociedad a mercado, con deplorables consecuencias.
Creer que la libertad es fundamentalmente una cuestión económica invierte la fórmula clásica, según la cual es más propiamente un asunto político; es reducir la libertad del ciudadano que delibera acerca de su modelo de sociedad, a la libertad del consumidor que delibera acerca de su marca de desodorante. En esta reformulación se diluye el deber del hombre de conducir su sociedad. La persona como sujeto económico se alza por sobre la persona como ser moral, lo que constituye un disparate antropológico a la luz de casi todos los grandes sistemas de pensamiento, desde Aristóteles hasta McIntyre, pasando por Aquino, Polanyi y Kant.
Pero en Chile se planteó, si no en las ideas, al menos en los hechos, que se necesitaba exclusivamente asegurar un crecimiento económico sostenido. Bajos impuestos, garantías a la empresa y focalización en los más pobres sin prestaciones universales: así llegaríamos al “desarrollo” que, por el desborde natural de la riqueza, incluiría tarde o temprano también a la abundante clase media.
Esta noción de desarrollo es puramente económica, y está despojada de toda consideración acerca de que la riqueza puede conducir un proceso social inarmónico si se la considera como un fin en sí mismo. Esto pasa cuando, como indudablemente ocurrió en Chile, la riqueza se distribuye de manera inequitativa. Entonces se revela que la inequidad tiene más fuerza para fracturar el tejido social, que la fuerza que tiene la riqueza para robustecerlo.
Tal vez el más claro ejemplo de esta hipertrofia social de la economía sea la apertura de mercados donde no los había; por ejemplo, en la previsión, la educación y el agua. Esto se defendió bajo la premisa de que debe garantizarse la libertad de emprender en cualquier área de la vida social, bajo el espejismo liberal de que “humanidad libre” es sinónimo de “mercado”.
Por eso, cuando los estudiantes se movilizaron para cerrar el mercado educacional, entendieron algunos defensores del modelo que la idea era el retroceso a un estatismo furioso, que devendría en socialismo totalitario. Al margen de que pueda efectivamente latir una intención semejante en una parte del movimiento estudiantil, es imprescindible constatar que en sociedades que nada tienen de socialistas ni de totalitarias -como Finlandia (posiblemente el mejor sistema educacional del mundo) o Chile durante la primera mitad del siglo XX- la educación no es primordialmente un bien transable, aunque excepcionalmente pueda llegar a serlo. El horror que provoca en algunos esta idea revela la extrema ideologización con que se ha planteado nuestro liberalismo, forjando la falacia de que una economía libre es opuesta a un Estado fuerte, siendo que pueden ser perfectamente complementos.
En el fondo, más que una economía de mercado, en Chile se ha construido una sociedad de mercado con su correspondiente cultura de mercado. Pero los principios del mercado son interesados e individualistas; pueden ser perfectos para coordinar interacciones económicas, pero si tratamos toda la vida social como una secuencia de interacciones económicas, se traduce en una mercantilización de la sociedad completa, construyendo un país fragmentado y poco solidario; es decir, marcado por el desinterés y la desafección de unos respecto de otros y del orden social en general. Resultado: apatía de un lado, violencia del otro. Y los problemas sociales persisten sin solución de fondo, hasta que la presión los vuelva a levantar.
Ahora bien: la solución al problema no es tan radical como suele pensarse. De hecho, cierto crecimiento económico ya se logró y efectivamente lograron fundarse ciertas libertades que son elementales para una vida social armónica. Lo que resta es hacer un salto cultural, con sus respectivas consecuencias para la organización de la vida social. Esto significa especialmente entender que el desafío principal de una sociedad no es enriquecerse, sino convivir sanamente, construir el bien común o la felicidad de sus miembros, para lo cual el crecimiento económico, ordenado bajo la guía de la justicia, puede ser un gran instrumento.
Esto puede incluir, sin ningún miedo a socialismos totalitarios, la promoción de educación gratuita “a la europea”, probado ya que nuestro sistema educacional es deficiente tanto en su rol de generar integración social como en el de producir capital humano. También puede incluir reformas tributarias en que la redistribución prime sobre el crecimiento, entendiendo que en nuestra situación actual la inequidad es un problema más grave que la miseria, siendo ambos los principales enemigos de la paz social.
Esas decisiones son prudenciales y contingentes, y ameritan discusión. Pero esa discusión debe partir de una antropología correcta, de una ética social explícita y de la conciencia colectiva de que un desarrollo auténticamente humano exige algo más que levantar el PIB.
Foto Tax credits Flickr © creative commons
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