Acerca de la escasa fiabilidad de la memoria
y de lo poco que sabemos de nosotros mismos:
«Es impresionante la cantidad de cosas que recuerdo
y que nunca ocurrieron», manifestaba acerca de la memoria
el notable físico, matemático, y original pensador y escritor británico,
Freeman Dyson, del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.
Si recordamos con profusión cosas que no ocurrieron,
no resulta extraño, entonces, que sepamos tan poco
acerca de nosotros mismos (para no hablar de los demás).
El problema es que si no miramos con afecto,
al menos parte del pasado, no tanto por lo que
hemos hecho o no hecho, sino por las personas
que hemos conocido, escuchado o al menos leído,
la vida misma pareciera carecer de buena parte de su sentido.
No se trata de quedarse anclado en dicho pasado
como si el presente no existiera y en el que
nuestra vida se caracterizara por una especie
de enclaustramiento de la personalidad
en que lo que saliera a la superficie
fuese solamente la evidencia
de la presencia de una ausencia.
Vivir el vértigo de la inmediatez,
por otra parte, resultaría imposible
sin alguna conexión con el pasado.
Permaneceríamos pasmados
ante una realidad que no podemos reconocer
porque no tenemos referentes para hacerlo.
Lamentablemente la falta de memoria colectiva,
la demolición o deformación sistemática del pasado
hace que el mundo circundante se transforme
en algo casi absolutamente irreconocible.
En el mejor de los casos
hay una sensación vaga de déjà vu
al recorrer lugares que otrora nos fueron familiares
y que hoy son causa de una sensación difusa
en que asoman un desarraigo y una tristeza
que no dan cabida siquiera
para la belleza de una melancolía.
Tal vez esto ocurra porque,
junto con la memoria de los lugares
-hoy en manifiesto deterioro-
y la partida de las personas
que lo habitaron y les dieron vida,
se han marchado con ellos
la dignidad de ciertas esquinas
y de las otrora memorables fachadas
en los que la luz encontraba un lugar
en donde irradiar su sutil resplandor evocativo.
Ya no sabemos si nuestros recuerdos
provienen de hechos ocurridos
o son elaboraciones de la mente
que a fuerza de voluntarismo y reiteración,
tal vez gatilladas por alguna imagen fotográfica
o un aroma que hace al recuerdo respirar profundo,
son porfiadamente recuperadas por la conciencia
como una bandera que flamea antes
de desaparecer en el naufragio existencial.
La duda de quién es uno
y en qué se ha ido transformando,
continúa acechándonos
hasta minar una confianza
en nosotros mismos
que tal vez nunca tuvimos.
El punto es
cómo ir desvaneciéndose
sin alterar la esencia
de lo que se está consumiendo.
Tal vez dicha esencia
se conserve mejor
en la medida en que
lo que resplandece
no tenga que ver
con consumos externos,
sino que corresponde
a lo que nos queda
de la cera y mecha original
para iluminar de vida y ternura
nuestra tenue flama
hasta que dicha luz
se haga completamente invisible
llevada por el soplo del Espíritu...
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