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Burocracia


"Uno no sabe qué vidas germinan y se apagan a la luz de los tubos fluorescentes de infinidad de recintos restrictivos, donde se respira el polvo invisible del aire acondicionado y el que se desprende de las resmas de papel de fotocopia; qué imaginaciones se truncan..."


Durante el último tiempo he estado escuchando con cierta asiduidad historias de oficina: detalles de la vida puertas adentro de reparticiones públicas o de instituciones culturales o de bufetes de abogados. Les pongo oreja a estos cuentos con mucho interés, porque son entretenidos de por sí y porque revelan el hecho de que en el mundo laboral la realidad se estructura en el formato de la novela picaresca. Como en El buscón , de Quevedo, abundan en este caso los locos: gente con teorías redentoras para la especie humana, inventores de máquinas prodigiosas, interlocutores del más allá. Otros han perfeccionado hasta el límite el arte de sacar la vuelta o de la especulación improductiva, como aquel estafeta de un canal de televisión que aprendió a ralentizar sus pasos mientras llevaba archivos de un piso a otro: el tiempo que ganaba en la demora le servía de compensación en un trabajo cuyas exigencias le parecían injustas.

Se trata en verdad de pequeños mundos de sobrevivencia, donde el curso de los días le va dando un aspecto absurdo al poder y donde cada cual se impone al resto en función de sus extravagancias. Algo de esto hay en los cuentos de José Miguel Varas, focalizados en la vieja burocracia chilena, aquella que proporcionaba puestos vitalicios y que operaba a contra-ritmo del siempre anhelado desarrollo del país, favoreciendo la práctica cotidiana del obstáculo y de la postergación.

Uno no sabe qué vidas germinan y se apagan a la luz de los tubos fluorescentes de infinidad de recintos restrictivos, donde se respira el polvo invisible del aire acondicionado y el que se desprende de las resmas de papel de fotocopia; qué imaginaciones se truncan, qué talentos se desvían de su curso natural. Una vez, hace años, esperando mi turno en no sé qué sucursal subterránea, escuché hablar por teléfono a uno de los empleados: se había puesto de pie junto a su escritorio y con la camisa arremangada hacía un reporte de la alineación de los planetas. Sus ojos brillaban con melancolía, como si deseara estar a miles de kilómetros, sumergido en la clareante soledad nocturna de un observatorio en el desierto.

Los escritores se desgañitan (o se desgañitaban) buscando estructuras en circunstancias de que la realidad es esencialmente estructural. Un novelón realista no tendría más que titular sus capítulos con los nombres de las secciones de un ministerio y darles lugar a los destinos que el azar cruza diariamente en sus espacios interiores. Lo que hacen los realities de la televisión es precisamente utilizar la estructura preexistente de las psicologías individuales en un precipitado de presión colectiva. El modo como se distribuyen y gesticulan en el escenario televisivo los traidores, los autoritarios, los sensibles, los tímidos, tiene un dejo de dramatismo espontáneo muy difícil de lograr en una obra deliberada.

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