En la vida de san Agustín
encontramos un ejemplo significativo
de este camino en el que la búsqueda de la razón,
con su deseo de verdad y claridad,
se ha integrado en el horizonte de la fe,
del que ha recibido una nueva inteligencia. (…)
Comprender que Dios es luz
dio a su existencia una nueva orientación,
le permitió reconocer el mal
que había cometido y volverse al bien.
De todas formas,
este encuentro con el Dios de la Palabra
no hizo que san Agustín
prescindiese de la luz y la visión.
Integró ambas perspectivas, guiado siempre
por la revelación del amor de Dios en Jesús.
Y así, elaboró una filosofía de la luz
que integra la reciprocidad propia de la palabra
y da espacio a la libertad de la mirada frente a la luz.
Igual que la palabra requiere una respuesta libre,
así la luz tiene como respuesta una imagen que la refleja.
San Agustín, asociando escucha y visión,
puede hablar entonces de la « palabra
que resplandece dentro del hombre ».
De este modo,
la luz se convierte, por así decirlo,
en la luz de una palabra,
porque es la luz de un Rostro personal,
una luz que, alumbrándonos,
nos llama y quiere reflejarse en nuestro rostro
para resplandecer desde dentro de nosotros mismos.
Por otra parte,
el deseo de la visión global,
y no sólo de los fragmentos de la historia,
sigue presente y se cumplirá al final,
cuando el hombre,
como dice el Santo de Hipona, verá y amará .
Y esto,
no porque sea capaz de tener toda la luz,
que será siempre inabarcable,
sino porque entrará por completo en la luz.
La luz del amor,
propia de la fe, puede iluminar
los interrogantes de nuestro tiempo
en cuanto a la verdad.
A menudo la verdad queda hoy reducida
a la autenticidad subjetiva del individuo,
válida sólo para la vida de cada uno.
Una verdad común nos da miedo,
porque la identificamos
con la imposición intransigente
de los totalitarismos.
Sin embargo,
si es la verdad del amor,
si es la verdad que se desvela
en el encuentro personal
con el Otro y con los otros,
entonces se libera de su clausura
en el ámbito privado
para formar parte del bien común.
La verdad de un amor
no se impone con la violencia,
no aplasta a la persona.
Naciendo del amor
puede llegar al corazón,
al centro personal de cada persona.
Se ve claro así
que la fe no es intransigente,
sino que crece en la convivencia
que respeta al otro.
El creyente no es arrogante;
al contrario, la verdad le hace humilde,
sabiendo que, más que poseerla él,
es ella la que le abraza y le posee.
En lugar de hacernos intolerantes,
la seguridad de la fe nos pone en camino
y hace posible el testimonio y el diálogo con todos.
Por otra parte, la luz de la fe,
unida a la verdad del amor,
no es ajena al mundo material,
porque el amor
se vive siempre en cuerpo y alma;
la luz de la fe es una luz encarnada,
que procede de la vida luminosa de Jesús.
Ilumina incluso la materia,
confía en su ordenamiento,
sabe que en ella se abre un camino
de armonía y de comprensión
cada vez más amplio.
La mirada de la ciencia
se beneficia así de la fe:
ésta invita al científico
a estar abierto a la realidad,
en toda su riqueza inagotable.
La fe despierta el sentido crítico,
en cuanto que no permite
que la investigación
se conforme con sus fórmulas
y la ayuda a darse cuenta
de que la naturaleza no se reduce a ellas.
Invitando a maravillarse
ante el misterio de la creación,
la fe ensancha los horizontes de la razón
para iluminar mejor el mundo
que se presenta a los estudios de la ciencia.
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Extracto de reciente Encíclica Lumen fidei
Extracto de reciente Encíclica Lumen fidei
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